Igualmente, más allá de la motivación, me sentía perdida. Recuerdo en nuestra primera clase de cata: agarrar la copa, sentir el vino. Y nos preguntaban qué huelen, qué sienten. Cada uno tenía que decir un descriptor. De todo escuché: frutilla, vainilla, chocolate, cuero, aroma a la mermelada casera de mi abuela, y yo intentaba girar la copa despacito por miedo a volcar el vino y salpicarme, acercaba mi nariz ¿Y qué sentía? ¡Alcohol! Pensaba que no podía decir eso, un papelón. No sirvo, me voy, no sirvo. Estaba sentada atrás de todo (la timidez me duró dos clases, al mes estaba sentada en primera fila con mi listita de preguntas).