¿Qué hacés acá, caminando como una forastera? Y me reí de mis mensajes de auxilio por WhatsApp

desierto
Vengo del desierto. Los primeros días de calor en la Patagonia, de caminar con una campera en la mano por el costado de una ruta para hacer algo con la espera y quizás por un momento la neblina de sol, el viento, las burbujas que se interponían en la escena, me hicieron fuerte como esas chicas fuertes que adoran los calvarios para relamerse, si bien no, si bien soy débil y prefiero ser relamida por otro con una remera de algodón que pueda tirar hacia mí, de las mangas, como una forma improbable de salvataje.
Vi el auto que paró y crucé la ruta vacía, la puerta del acompañante se abrió y una voz clara, familiar, de maestro de ceremonias, dijo qué hacés acá Alita caminando como una forastera y me reí de mi papel, de la efectividad de mis pedidos de auxilio por whatsapp, cerré la puerta y para sacarme esos ojos celestes de encima le dije estuve trabajando ahí, al lado de los caballos. Era verdad lo del viaje de trabajo, pero cada vez que llegaba a Trelew todo parecía una gran excusa. Dio una vuelta en U, que fue también una uuuuuh, una vuelta que está mal a todas luces.
La última vez que lo había visto había sido un año y medio atrás en Buenos Aires y eran las seis de la mañana y cuando nos despedimos fue despedirme también de unos cinco veranos que eran suyos por continuidad con el paisaje, una juventud que supimos desperdiciar acompasados, cuando coincidíamos en nuestras vacaciones en el sur y en el tenor de necesidad, de ansiedad mutua. Como siempre que me siento descubierta en un núcleo íntimo, esta vez me quedé callada; hay algo que se vuelve maxilarmente imposible, una pastilla que le pusieron a mi trago. Me dijo: hace unos meses, pisé a una mujer policía. Estaba sacando el auto, marcha atrás, y un hombre me gritó: la pisaste. Quedé demorado mientras se la llevaron al hospital. Al final no le pasó nada. Ahora hay un problema con el seguro, con la denuncia, con la ART. Ahora parece un tema grande, un problema con la ley.

«¿A qué hora te vas mañana?
¿Y si no me voy? Podría quedarme y llamarte a la madrugada para que me vayas a buscar a alguna fiesta o algún lugar desierto. Nuestra vida sería así: podemos hacer una minuciosa planificación de las urgencias.
¿No podríamos ir juntos a las fiestas o a los lugares desiertos?
A veces, pero no quisiera privarme de que acudas, de la sensación de que acudís.»

Bordeábamos las matas amarillas, las casas, una laguna, las tardes que duran tanto a cielo abierto. Y le dije: pienso que siempre tuviste un poco de ganas de atropellar a alguien con el auto, te acordás cuando íbamos despacio por Playa Unión con el sol en la cara y les acelerabas a los tipos medio borrachos que salían de los barcitos de la rambla. Te encantaba. Descansabas un poco de la seducción, creo, de usar ese tono monocorde, nunca una rayita más de volumen, y si había ruido alrededor te acercabas y hablabas así, y te gustaba constatar cómo no nos alejábamos, cómo no me alejo. Entonces te cansabas y salías a asustar tipos para que alguien sí saliera corriendo.
Puede ser. Voy a usar eso si me llevan a juicio. Quiero decir que sos un maestro para manejar las distancias, hasta para pisar mujeres policías.  Me sacó la campera de las piernas y la tiró en el asiento de atrás. Después quiso hablar de otras cuestiones urbanas como si cualquier novedad nos distrajera de lo que había en juego en esa cruzada, cuando él empezaba a alternar la mirada entre las calles y los semáforos y mi cara. Una búsqueda de las señales correctas. ¿Qué era distinto esta vez? Estar los dos solos nos impedía una complicidad que siempre se había formado contra algo, un ambiente multitudinario, de fiestas, de amigos, de otras, de otros, cuando nos imantábamos para no diluirnos: empezábamos por hablar sin cálculo y terminábamos ganando terreno sobre nuestras manos, la cintura, el cuello, toques para afirmarnos, hasta que era insoportable y nos íbamos juntos como rendidos, como habiendo agotado las vías posibles de sublimación. Era triste volvernos a ver y darnos cuenta de que a solas no nos hacíamos falta.
Mis amigas están pariendo hijos hermosos en esta ciudad.
¿A qué hora te vas mañana?
¿Y si no me voy? Podría quedarme y llamarte a la madrugada para que me vayas a buscar a alguna fiesta o algún lugar desierto. Nuestra vida sería así: podemos hacer una minuciosa planificación de las urgencias.
¿No podríamos ir juntos a las fiestas o a los lugares desiertos?
A veces, pero no quisiera privarme de que acudas, de la sensación de que acudís.
Estoy acá.
¿Mi desesperación no vale?
Vale mucho tu desesperación. Tu desesperación me paga las cuentas.
Nos reímos porque siempre fuimos nuestros propios actores representándonos a nosotros mismos, medios flojos de guión, y al mismo tiempo los aplaudidores de una improvisación dulce, pausada, que nos regalamos en lugar de otra cosa. Nos desfiguramos el uno para el otro; un amor de clowns. ¿A quién votaste? A mí misma. ¿Quién sos? Soy del Partido Libertario Liberal y propongo la despenalización de la redundancia y que el Estado no se meta en las bambalinas de quién le ruega a quién, un viernes a la noche, por quedarse un poco más.