El médico de guardia, consultorio cinco, pidió que me acostara en la camilla y obedecí, qué otro remedio; las piernas se pegaron a la cuerina clara y los pies quedaron en el aire. Despegó la servilleta de mi mano. El doctor era joven, de menos de treinta, y lindo, pelo oscuro y cuerpo atlético, la expresión de deidad indiferente de los que no duermen, de los que de vez en cuando aciertan diagnósticos. Con la anestesia, entonces ocurrió: de repente estoy frente a un barman que usa un mortero para aplastar hojas de menta, elige una botella y revuelve los licores.