¡Un taxi por favor! Gritaba. Ninguno frenaba, sólo pasaban lleno de pasajeros felices sin ninguna gota de agua. En cambio, yo maldiciendo el día que elegí ponerme ese par de ojotas. Caminé descalza unas dos cuadras, sí, descalza, rubia y desprolija. Parecía que me había fugado del loquero. Ya tenía los pies negros de la ciudad de la calle y mi falda ya parecía de modal gastada de esas que usás para sacar al perro a la mañana temprano. En fin, terminé odiando esas malditas ojotas. Así, que amigas, va a empezar el frío, que nuestras ojotas vuelvan a los roperos, para alivio nuestro y del glam.