Los peligros de la felicidad prolongada


 
Los peligros de la felicidad prolongada
Por Alejandra Koser
Fueron tres escalas hasta Ilhéus, incluyendo Asunción del Paraguay. Entonces llegué a Itacaré, en el estado brasileño de Bahía, a la tarde tarde, somnolienta, con el jean puesto como una trampa asesina, justo para el carnaval. En las calles finitas y adoquinadas, hostiles a las havaianas, sonaba vai vai vai, no cavaliño quinientas veces seguidas: ella quiere montarse encima de mí, piensa que soy su caballito, pero no, no, no.
Ella quiere montarse encima de mí.
A la noche bailábamos en la arena, cada uno en el lugar, mirando un escenario lejano donde estaban los cantantes y los bailarines, participamos de una danza centrípeta sin pogo ni otra excusa de contacto. Las chicas nos copiábamos de las negras como podíamos, hacíamos semicírculos con la cadera y tomábamos capeta que es un trago con vodka y leche condensada con el poder, dicen, de hacer aparecer al mismísimo demonio. El demonio no apareció o no lo supimos apreciar. Agotábamos las últimas fuerzas cada día como el secreto para durar: caminar cuesta arriba, forzar los músculos en el rafting, en un vóley con dos pelotas, el mismo principio de gastar toda la batería del celular nuevo antes de cargarlo mil horas por primera vez. Vai vai vai, no cavaliño. Una coreografía de montar un caballo imaginario, como el gangan style. En un local de desayunos lentos, sentada en una silla de madera, moviendo un poco los pies para acompañar la canción, pensé que los hits del verano presuponen la soledad del público, esta falta de partenaires, y la resuelven con subirnos al pelaje suave de una criatura invisible.
Los camareros tomaban notas exhaustivas, parecía muy difícil trazarse objetivos, sostener en el tiempo el pedido de jugo de naranja y tostadas con manteca, los deseos en general.
 

 
Un chico de diecisiete años quiso bailar forró conmigo porque le gustaban las rubias y me inició con un mantra: senchí la música. Esperé las instrucciones con el cuerpo en marcha, afirmada en sus hombros, abrazada por el trabajo en equipo de habitar el sonido con un cuerpo y otro cuerpo, sin pensar qué hacer, haciéndolo. Un hombre cantaba una canción larguísima en portugués, yo entendía todo, algo, no entendí nada. Me gustaba quedarme afuera del sentido, era un descanso, la vida atrás de un vidrio esmerilado.
El mar elevaba a muchachos en distintas gamas de marrón sobre tablas de surf, como altares; a mí las olas me daban sopapos. Había algo en ese lugar que dolía y perdonaba, caminar una hora entre los árboles y los monos y los accidentes del terreno para llegar a una playa resplandeciente, sobrevivir a la picadura de un aguaviva, las aguas viven, nosotros no sé. Quería creer de nuevo en las cosas que dejé de creer, en el capítulo final que aclara y redime, en mi ángel de la guarda, en que una charla de toda una noche puede resultar como en Elizabethtown. Una se acuerda de lo importante de las películas después, cuando ya no importa.
– ¿Tenés agua caliente en tu habitación subalquilada?
– No.
– Con esa capelina parecés Susana Giménez.
– Soy Susana Giménez.
– ¿Y qué hacés acá?
– Envejezco sin que nadie me vea, como Marlene Dietrich. Y extraño como una loca los all inclusive.
La fantasía de que había un subtexto entre nosotros, sus ojos se quedaron abiertos bancándose el sol, la marea subió y subió, se mojaron mi pareo y la bolsa con frutas, y fue muy gracioso levantarnos de la orilla y que me pesara la bikini rellena con barro, y como no tuve otra cosa que decir, no dije nada, nos reímos, me enjuagué en el mar, triste porque otra vez la intimidad fue estropeada con humor. En una siesta fresca, soñé que era la amante de Facundo Moyano, él venía del mundo exterior robustecido con asuntos, con los cuales de ninguna manera querría perturbarme, preguntaba por el libro Tierras del Sinfín de Jorge Amado que estuve leyendo en esos días y ponía jazz para comer.
No se puede vivir así para siempre.
La felicidad es una pasta base y una pasta superestructura y tiene que ser en dosis chiquitas, ajustadas a las células terrícolas, para no caer en una de las dos opciones trágicas para la supervivencia de la especie: que una de a poco se vuelva bahiana y se acostumbre y necesite más y más y se pase de rosca, al bando del mal, al delito o a pelearse a las piñas por hombres indiferentes, para que otra adrenalina, la de la discordia y el peligro, haga de la vida una cosa vivible, con matices, otra vez; o bien, en última instancia, una escuche cincuenta veces seguidas la misma canción sobre montar animales y el tiempo pase sin calar sobre los huesos, sin urgencia, lo que dificulte, como siempre ahí, las citas con los electricistas y los plomeros –cosas siempre difíciles- y así permanezcamos confinadas en Itacaré con enchufes de 110 voltios y el agua cortada y sigamos usando las hamacas para colgarnos, sin posibilidad de estar disconformes, como en esa película en que a Hayden Christensen lo operan del corazón y siente todo a pesar de la anestesia, no salen las quejas, una especie de trance que es la sombra sutil de las palmeras, filtran el sol sin contenerlo del todo, dejan que te bañe de a poco hasta que es la tarde y la noche y una se rinde sobre las sábanas con arena, como el mayor acontecimiento posible en una rutina sin alarmas.
Por eso estuvo bien y está bien volver a casa y en las condiciones normales del baño caliente, usar la esponjita exfoliante para sacar las capas de piel que se van soltando, porque nunca es suficiente gel postsolar.