Hago stand up, pero no lo soporto como espectador
Por Andrés Kilstein
Dejemos de lado que la mayoría se hacina en el Paseo La Plaza, donde una horda de volanteros te da la bienvenida invitándote a espectáculos ignotos y evasivos de cualquier sensibilidad. Muchas veces los volanteros son los mismos artistas, habiendo dejado su orgullo en el camarín. Omitamos también la evidencia que sugiere que sus títulos con juegos de palabras como “Stand Locos”, “Para-dos”, “Stand-raperos” están destinados al tacho de basura de la humanidad. Colocando a un costado del análisis todo aquello que sólo oficie de contexto, concentrándonos en el contenido, ¿hay un buen motivo para ir a ver un espectáculo de stand up que no sea el interés sexual en alguno de los performadores? Yo creo que ni siquiera el interés sexual.
No sé si notaron, pero, a juzgar por los monólogos, a los comediantes les molesta todo, absolutamente todo. Son tan intolerantes que si tuvieran una cuota mínima de poder, Adolf Hitler les envidiaría el despliegue escénico. Y ni que hablar de su inutilidad con el sexo opuesto: sufren ansiedad y pánico ante una cita. Ante una CITA. No quiero imaginarme cómo la pasarían combatiendo en el frente durante la Guerra del Paraguay.
Habrán notado cuál es la fórmula del “éxito” de estos shows: las referencias nada veladas a las partes pudendas de hombres y mujeres y la insistencia en la sinonimia de la palabra cocaína. Busque una nueva palabra para aludir a la cocaína y practique la disciplina.
Llegando a esta parte, debo confesar: yo he hecho stand up. Más de una vez. Con todo, no soporto a los comediantes y no siento la más mínima solidaridad gremial. ¿Y cómo sentirla por alguien cuyo arte consiste en recopilar los tweets de la última semana y unirlos con conectores? Hay quienes consideran que el stand up es un arte. Deberían probar metiéndose en la sección de cuerdas de una orquesta sinfónica. He dicho.