Mientras el subterráneo atraviesa la tierra como un gusano y nos mece, un montón de gente y yo jugamos a no existir por un rato. Cada uno va sumergido en su burbuja: su libro, su teléfono, su computadora, su revista, su música, sus pensamientos, su sitio provisorio. Por momentos chocamos, claro; sentimos otros cuerpos y su calor correspondiente. Pero nadie se mira, “no sea cosa que”; y al final, ni siquiera esa proximidad nos conmueve. Nunca fui buena jugando este juego. No me malentiendan: me encantaría bajarme invicta. Lograr el cometido de no mirar a nadie; no arruinar la danza de la desconexión absoluta. Pero no puedo. Siempre, en algún punto, levanto la cabeza y miro.