La herencia monumental-estalinista en algunos de los edificios de Varsovia
No puedo negar a esta altura, cuando me hallo recostado en el cuarto de un hotel cinco estrellas en el centro de Varsovia, que las redes sociales fueron como un tubo de oxígeno para nuestro vínculo. Se lo digo a Linda cara a cara: ella sobre una almohada, yo sobre la otra, en una horizontalidad que nos relaja y no queremos abandonar. Transcurre alguna hora incierta de la tarde en el Polonia Palace; no viene al caso precisarlo. Y yo insisto: si escribimos algún relato posible acerca del destino que construimos juntos es porque existen mecanismos eficaces para vencer a la distancia. Nos tocó esta época. Con un dispositivo portátil cada uno, logramos mitigar los efectos de la ansiedad, nos montamos sobre las horas con serenidad y acá estamos. Algunas décadas atrás, en tiempos del género epistolar, nada de esto hubiera sido posible. Con suerte, hubiéramos alcanzado alguna gloria narrativa y poco más; pero nunca tanto.
Puedo decirlo de mil maneras, insistir con esa teoría de los puntos de origen y los grados de separación, no comenzar nunca este relato y darle vueltas a la idea una y otra vez, durante los intervalos que separan un paseo de otro. Puede ser ahora, en esta ventana que mira al Palacio de la Cultura –edificio majestuoso, de puntas afiladas, símbolo del pasado soviético de Polonia – o hace unos minutos, en las calles reconstruidas del casco antiguo devastado por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Somos, con todo, dos almas diletantes tocadas por alguna extraña fortuna. No tengo quejas. Nos causa gracia lo exagerado que resulta todo. Nos conocimos en Barcelona. Volvimos a vernos en Buenos Aires. Viajamos a la Patagonia. Después, antes de dejar la Argentina, Linda me propuso desandar sus pasos, destejer su historia; quería que la conociera más. Regresé a España. Desde ahí, partimos primero al corazón lejano de Europa oriental y, finalmente, a Escandinavia. Todavía me asombra -y no paro de interrogarme sobre eso- lo que hicimos con el mundo: lo volvimos simple y caminable. En cincuenta días de relación, sumamos más de 60 mil kilómetros de rodaje. Nunca fue un plan.
«No puedo negar a esta altura, cuando me hallo recostado en el cuarto de un hotel cinco estrellas en el centro de Varsovia, que las redes sociales fueron como un tubo de oxígeno para nuestro vínculo. Se lo digo a Linda cara a cara: ella sobre una almohada, yo sobre la otra, en una horizontalidad que nos relaja y no queremos abandonar. «
Típico paisaje urbano en Polonia
Entonces dejé la rutina detrás, la reiteración de factoría del diario, la pesadumbre del invierno porteño. Aterricé en el calor de agosto. Barcelona me resultó familiar: primero el reencuentro, luego las noches de verano, el mediterráneo cálido, los destellos de hip hop en callejuelas catalanas, la crisis, casa Clot, algunos amigos. Quería sentir la sensación de extranjería, pero me resultaba imposible. Era mi tercera vez en la ciudad y ya no intentaba ninguna práctica de turismo. Caminábamos por Borne o Barceloneta sin mirar el contexto, enhebrando una conversación con otra. Y así, una tarde, finalmente, nos encontramos en el interior de un avión de una compañía aérea low coast, ya para volar hacia el Europa del este.
Dos horas después, en el Aeropuerto de Frederic Chopin de Varsovia las fisonomías habían cambiado. Ya no había rasgos latinos dominantes, sino caucásicos rubios con cielos u océanos en los ojos. Conocí a Elizabeth y a Zula, la madre y la tía de Linda, polacas las dos. Nos esperaban para llevarnos al campo, con una bandeja de arándanos como obsequio de bienvenida. Salimos a la ruta. Pude ver la periferia: edificios de cemento en bloque, repetidos en cuadrículas precisas, arquitectura bolchevique pesada y gris, algún viejo tranvía, una autopista, el campo, un campo que podría ser cualquier lugar.
Contándose historias en el campo polaco, con treinta grados de calor
Oscureció. Linda conversaba en idiomas imposibles con su madre y su tía. Yo contemplaba y le pedía en voz baja que me tradujera. Charlas pasajeras. Zula hablaba un poco de castellano y se reía de las cuatro lenguas cruzadas en el interior de aquel auto: polaco, sueco, castellano, inglés. Ellas representaban una novedad para mí, pero yo era sin dudas la novedad para las dos mujeres mayores de 60 años que iban sentadas adelante y que ahora ponían un disco de reggae africano en la noche rural. Un rato después, nos detuvimos en un parador rutero a comer pieroggis fritos.
«De mi primera cerveza tengo recuerdos claros: la efervescencia picante, cierto sabor a paja quemada, su frescura. Volvimos al camino. Sesenta kilómetros después, luego de curvas y contracurvas por rutas oscuras y en mal estado, llegamos a Biadatzcka, un pueblo perdido a 200 kilómetros de la frontera con Rusia.»
Tomé la primera fotografía de Instagram y luego otra más a un hombre robusto que bebía una sopa caliente a pesar de los 30 agobiantes grados de calor. De mi primera cerveza tengo recuerdos claros: la efervescencia picante, cierto sabor a paja quemada, su frescura. Volvimos al camino. Sesenta kilómetros después, luego de curvas y contracurvas por rutas oscuras y en mal estado, llegamos a Biadatzcka, un pueblo perdido a 200 kilómetros de la frontera con Rusia. Entonces conocí a Kuba.
El tío de Linda habrá visto un tipo normal. Yo, en cambio, me conmoví con el aspecto de ese hombre calvo, que me saludaba con parquedad. Sus gafas de metal, el enterito de jean, un granjero, pensé, o mi idea de lo que podía ser un granjero polaco, tal como representaba mi conciencia a los personajes transitados en lecturas pasadas. Kuba descorchó un vino rosado francés. “Uh, Linda, súper…”, dijo después de probarlo, y escuché su timbre de voz. Me reconfortó percibir su calidez. Logramos comunicarnos rápidamente. Advertí que intentaba sostener algo del comunismo perdido. Se maravilló con alguno de mis relatos. En un momento me miró fijo y levantando su puño me dijo: “Gonzalo… no pasarán”.
Kuba y Zula, nuestros anfitriones, en su casa campestre a 200km de la frontera con Rusia
El ambiente no podía ser mejor. Habíamos ingresado en otra forma suspendida del tiempo. Estábamos en una cabaña de madera muy antigua, que había sido coptada por la vegetación circundante y la estructura era parte de un paisaje campestre inesperado. Ahora la mesa estaba repleta de charcutería y pepinillos y panes con mantequilla y quesos inolvidables, y los cinco que integrábamos la velada conseguíamos dialogar a pesar de las trabas idiomáticas. Después obtuve más información: Kuba y Zula se habían separado hace más de 20 años, pero ahora eran amigos y Kuba no se había ido lejos, sino algunos metros más allá, donde había reciclado como casa un viejo galpón agropecuario. Se dedicaba a fabricar y vender instrumentos musicales tribales africanos. Y también a ejecutarlos con cierta maestría. Tenía 63 años y no los aparentaba. Sus hijos adultos, tres con diferentes mujeres, hacían sus vidas en diferentes lugares del mundo y Kuba era un ser dedicado a los trabajos manuales, al silencio y a la contemplación. Sólo si sonaba música reggae -cosa que ocurría a menudo en Biadatzcka- abandonaba su parsimonia para bailar con cadencia juvenil. Elizabeth, su hermana, la madre de Linda, sonreía al vernos conversar.
«Puedo rememorar las tardes de calor a la sombra o las horas de siesta junto a Linda en la ex vieja cocina, reconvertida en habitación de huéspedes. Algún paseo en el Volvo negro modelo 80 de Kuba. También las noches debajo del árbol de ciruelas, a la luz de las velas, ya refrescados por un viento benigno. El vodka casero.»
De las horas y los días siguientes, puedo rememorar las tardes de calor a la sombra o las horas de siesta junto a Linda en la ex vieja cocina, reconvertida en habitación de huéspedes. Algún paseo en el Volvo negro modelo 80 de Kuba. También las noches debajo del árbol de ciruelas, a la luz de las velas, ya refrescados por un viento benigno. El vodka casero. Y aquel paseo por Lublin, una vieja ciudadela cercana, célebre por los jóvenes funambulistas que cuelgan y hacen equilibrio sobre cuerdas instaladas entre descascarados edificios.
Arándanos, pepinillos, zanahorias, mermeladas: picada a la Polska
A veces pienso que el mundo es finalmente el mismo en donde quiera que uno se encuentre; que a partir de la idea de ciudad global acuñada por la socióloga Saskia Sassen no hay diferencias posibles entre un lugar y otro y que para ver realmente en matices no alcanza con un plan de vacaciones de veinte días o lo que fuera. Con todo respeto, hay que cometer un delito; profanar las vidas privadas de las familias y penetrar en la seguridad de las rutinas para descubrir, en palabras de Sartre, “el verdadero color local”. No hay que viajar, sino que dejarse llevar. No hay que tener planes, sino dejar que las cosas sucedan. Es un principio egoísta e injusto, ya que implica que uno hace muy poco frente a lo que proponen los anfitriones. Pero a mi me movilizaba el amor, cierta idea de que algo, un encuentro entre dos personas, vale la pena, y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Pensando esta y otras cuestiones, dejé el campo con Linda y nos fuimos a la intensa Varsovia, donde hasta lo más nuevo viene teñido por una decadencia de capitalismo reciente.
es periodista, editor en jefe de la sección Sociedad del diario Clarín. También fue redactor en el diario Perfil, las revistas Noticias y Veintitrés, y se desempeñó como editor en el diario Crítica de la Argentina. Es autor de los libros La Patagonia Vendida (2006), La Patagonia Perdida (2011) y Malvinas: Los Vuelos Secretos (2012). Sus crónicas e investigaciones fueron publicadas en revistas europeas y latinoamericanas. Trabajó como documentalista para la televisión española y francesa. Participó del equipo de realización de Bric, el nuevo mundo. Actualmente desarrolla un ciclo de documentales para Nat Geo.)