Maleva en Brasil / «Así pasé una semana en un hotel (y paraíso tropical) en Bahía, a sólo cuatro horas de Aeroparque…»

A sólo cuatro horas de Buenos Aires en vuelo directo desde Aeroparque/Un all inclusive en una playa bucólica y absolutamente natural (sí, cocoteros, arena blanca, olas azules)/¿Cómo es su variada propuesta gastronómica?/Además: la magia de Bahía, una filosofía ecológica y los secretos de los pueblos de alrededor/Crónica en primera persona.

El hotel tiene un parador exclusivo en una playa absolutamente natural. 

Maleva en Brasil / A cuatro horas de un paraíso tropical: así es una semana en el Grand Palladium Imbassai de Bahía. Por Santiago Eneas Casanello (desde Brasil, texto y fotos).

Terminé de trabajar, me pedí un auto hasta Aeroparque, a las cinco de la tarde estaba allí. Despaché una valija, me encontré con mis compañeros de viaje en un café después de hacer los trámites de migraciones, a las siete y media ya estaba sobrevolando el Río de la Plata, las luces de los pueblos de Uruguay. ¿Aquello es Montevideo? Empecé un libro de un novelista israelí que me regaló mi pareja: cuatro horas después, aterricé en Salvador de Bahía, la capital del nordeste brasileño, el alma de Brasil, otro mundo. Desde el aeropuerto bahiano – completamente renovado y uno de los más modernos del país gigante que tenemos al lado -, una combi nos llevó de nuevo hasta otro mundo, uno del que no querés salir: el hotel Grand Palladium Imbassai.

En la recepción – elegante, muy amplia y con un diseño abierto para que corra el aire del trópico -, nos esperaron con un cóctel frutado. Tenía hambre. No me quería ir a dormir sin comer. Entonces nos propusieron: pueden cenar en uno de los bares del hotel, que está abierto hasta las tres de la mañana, pero también les dejamos algo en la habitación.

Terminé la jornada, con un viaje que no fue más largo que ir hasta nuestra costa por la ruta, en un balcón, escuchando el mar, que estamos de acuerdo que es mucho más que escuchar el mar, con una picada de quesos, fiambres y frutas exquisitas y tomé una decisión: también voy a abrir la botella de espumante que me dejaron en una frapera.

Estoy solo, y no me voy a servir más que una copa, pero estoy en Brasil, en un lugar sensacional, y mañana me voy a despertar en una playa con el mar verde y turquesa, con dunas de arena blanca y cocoteros, en un rincón del mundo donde siempre es verano, pero nunca hace un calor que te agobia. Por los vientos alisios. Porque en Río de Janeiro hay estaciones, pero aquí no, como nos explicó un guía bahiano unos días después. No brindé pero es como si hubiera brindado. Me acosté en una cama que mide el doble que la de mi departamento, con sábanas blancas cinco estrellas, impecables.

«Estoy solo, y no me voy a servir más que una copa, pero estoy en Brasil, en un lugar sensacional, y mañana me voy a despertar en una playa con el mar verde y turquesa, con dunas de arena blanca y cocoteros, en un rincón del mundo donde siempre es verano, pero nunca hace un calor que te agobia…»

El Grand Palladium es como un crucero en tierra, una comunidad dedicada al disfrute. Y es, sigo con el clima, un verano eterno a cuatro horas sin escala desde Aeroparque. Un verano eterno cuando en Buenos Aires de las bocas sale vapor, las manos de los madrugadores se entumecen y la ciudad, y el espíritu, se torna crepuscular.

No tiene sentido enumerar cada uno de los servicios y actividades porque las pueden encontrar en su página web, pero sí tiene sentido seguir contándoles cómo se siente ser allí un habitante – qué placer por favor, qué placer en serio -, por una semana.

Entre las razones objetivas que hacen de Brasil un destino sin «haters» el desayuno es una de ellas. Y el del Grand Palladium Imbassai es descomunal. Con, según conté, casi cincuenta platos. Las mesas donde preparan omelettes, huevos revueltos y tapiocas (una tortilla de mandioca parecida a la arepa y que los bahianos adoran) con los ingredientes que el huésped indique son de las más codiciadas. Y, quédense con esta imagen, en la mesa de las frutas (sandía amarilla, abacashi, mango y mil más) una cazuela con chocolate fundido.

Los argentinos aman y necesitan la playa: es una razón absoluta e indiscutible. Los brasileños son mucho más de la pileta. Los argentinos se quedan en la playa hasta el atardecer. Esto nos contó el director del hotel, por eso los argentinos son huéspedes más fáciles de complacer. Pero es cierto, fue fácil complacernos porque un día playero es más o menos así. Te desplomás en alguna de las reposeras del parador exclusivo del hotel, cada diez minutos te ofrecen algo para picar ¿Sale un plato con camarones después de un chapuzón oceánico? Y para beber, son genios para hacer mocktails pero – me contó uno de los bartenders -, nuestros compatriotas son leales a la caipirinha. Te dormís una siesta con la brisa caricia marina. Al mediodía, detrás de un médano, te esperan en el restaurante «Poseidón», almorzás un pescado a las brasas, esa canción que conocés es bossa nova en vivo. Y para la puesta del sol, cada día se cierra con un «sunset»: música acústica en vivo, y camastros o hamacas para relajar.

«El Grand Palladium es como un crucero en tierra, una comunidad dedicada al disfrute. Y es, sigo con el clima, un verano eterno a cuatro horas sin escala desde Aeroparque. Un verano eterno cuando en Buenos Aires de las bocas sale vapor, las manos de los madrugadores se entumecen y la ciudad, y el espíritu, se torna crepuscular…»

Algo más sobre esta playa: es una playa absolutamente natural, extensa, lejos de cualquier ciudad o construcción. Para llegar desde el hotel, se camina diez minutos por una pasarela de madera que atraviesa una reserva natural con arroyos, monos Titi, árboles nativos, altos cañaverales. La playa, larga y agreste, se siente como la playa de una isla. Hacia el norte se puede caminar un largo rato sin cruzarse con nadie. O salir a correr. Hacia el sur, se encuentra el pueblo de Imbassai y la desembocadura del río Imbassai en el mar. Un río con corriente y poca profundidad: un río que hace masajes. Es un lugar maravilloso. El mar no es un estanque. El mar es océano abierto. Es un mar con olas. Un mar para hacer surf. Si tomamos clases en la escuela surfera – oficial de Billabong -, del parador.

Más al sur, a veinte minutos del hotel, se llega hasta Praia do Forte, uno de los pueblos de moda de Brasil. El metro cuadrado más caro de la región. Un pueblo bohemio y de pescadores que se convirtió en un destino chic (pero siempre relajado), con muchos  restaurantes de todo tipo y tiendas de moda y decoración.

«Algo más sobre esta playa: es una playa absolutamente natural, extensa, lejos de cualquier ciudad o construcción. Para llegar desde el hotel, se camina diez minutos por una pasarela de madera que atraviesa una reserva natural con arroyos, monos Titi, árboles nativos, altos cañaverales. La playa, larga y agreste, se siente como la playa de una isla…»

Hablando de coordenadas cercanas: al norte del hotel, también a menos de media hora, el poblado de Dioggo tiene un secreto a voces: uno de los restaurantes más premiados de la región, Sombra de Mangueira, de cocina autóctona bahiana. El plan: te sentás bajo las ramas de un robusto e intrincado árbol de mango y probás unos pescados exquisitos, y unas «moquecas» de mariscos humeantes.

El Grand Palladium Imbassai también es un circuito gastronómico en sí mismo. Cada huésped tiene la posiblidad de acceder a cualquiera de sus tres restaurantes a la carta: el Bahía y Brasas, que es una orgía para los amantes de la carne a las brasas con el teatral sistema brasileño de «rodizio». Cortes explosivos que llegan en espada a la mesa. «Esta carne es mejor que la de Argentina», me comentó el mozo. Una provocación que, al observar la carne en su punto justo, y al comprobar con medio mordisco su ternesa, tuve que aceptar, no es mejor, pero no es peor. Portofino con ambientación y menú mediterráneo: excelentes pastas. Y Sumptuori, cocina japonesa con un sushi magnífico, pero también platos nipones muy logrados como ramen. Antes de ingresar a cualquiera de los tres: el bar Bossa Nova, con su carta de cócteles, es una buena opción.

Ya les conté de la playa. ¿Pero si fuéramos como los  brasileños que adoran quedarse el día en la pileta qué podría suceder? Por lo pronto, decir pileta o piscina se queda corto. Es un verdadero parque acuático. La piscina principal se asemeja más a una laguna cristalina con puentes de madera que conectan sus distintos sectores y un bar directamente en el agua para que la situación sea una fiesta. Además: el Zentropia Spa & Wellness es un oasis dentro del oasis que es todo el predio del hotel.

«Durante nuestra visita, el Grand Palladium, el único en Brasil de esta cadena nacida en Ibiza hace décadas, y que tiene otras sedes en destinos que hacen soñar como Jamaica, Cerdeña o Puerto Vallarta, cumplió diez años. Doce siendo exactos y descontando los dos de pandemia. Esta primera década la celebraron bajo las estrellas con fiesta en la arena…»

La única tensión que van a sufrir – ya vayan con su pareja, o en familia -, en un lugar así es el dilema sobre cuánto tiempo alejarse de un territorio donde cada minuto es perfecto. A diferencia de all inclusives en otros destinos – como Punta Cana, por ejemplo -, el Palladium de Bahía no sólo está a cuatro horas de avión directo desde Aeroparque sino que está justamente en Bahía, que es una ciudad con muchísimos atractivos, con una cultura africana especial, con historia, arquitectura, arte y música. Ir al Palladium es también viajar a Bahia, que vale mucho la pena. Río Vermelho es su barrio más trendy, pero no dejen de ir a pedir un deseo a la iglesia de Bonfim. Una «sacre coeur» de Montmartre portuguesa y en Salvador.

«Te desplomás en alguna de las reposeras del parador exclusivo del hotel, cada diez minutos te ofrecen algo para picar ¿Sale un plato con camarones después de un chapuzón oceánico? Y para beber, son genios para hacer mocktails pero – me contó uno de los bartenders -, nuestros compatriotas son leales a la caipirinha. Te dormís una siesta con la brisa caricia marina. Al mediodía, detrás de un médano, te esperan en el restaurante «Poseidón»…»

Durante nuestra visita, el Grand Palladium, el único en Brasil de esta cadena nacida en Ibiza hace décadas, y que tiene otras sedes en destinos que hacen soñar como Jamaica, Cerdeña o Puerto Vallarta, cumplió diez años. Doce siendo exactos y descontando los dos de pandemia. Esta primera década la celebraron bajo las estrellas con fiesta en la arena – barra en la arena blanca, recital de Daniela Mercury (diosa bahiana) con los pasos de samba en la arena blanca, mesas gourmet en la arena blanca. Un destello más: mientras nosotros bailábamos con los brazos, como bailamos los argentinos, pero no coreábamos las letras que todos y cada uno de los brasileños se sabían de memoria, en la playa, a pocos metros, y siempre de noche, las tortugas marinas reposaban después de migraciones heroicas, por eso, por las noches, este rincón del litoral marítimo en particular, es un espacio de preservación ecológica estricta. «Un poeta bahiano dijo que los pueblos que celebran son mejores que los que no», nos contó Daniela Mercury antes del recital. Me gustó esa frase.