Desde Comodoro Rivadavia hasta Camarones: kilómetros de costas en la naturaleza más salvaje y encantadora/Una sucesión de postales que cuesta asimilar de tanta belleza/Lagunas coloradas, islas oceánicas, días de amanecer al borde del mar, dunas florecidas y hasta el toque gourmet/¿Cómo es la tarea de preservación que lleva adelante la fundación Rewilding en este lugar mágico de Argentina?
Y de repente, manchones de flores blancas en un paisaje que es la definición de lo onírico.
“¿Fue real? Una pincelada de todo lo que viví y sentí a pasos del mar en la Patagonia Azul…” / Cinco días de inmensidad natural con Rewilding. Por Lenchu Rodríguez Traverso desde Chubut (texto y fotos)
La primera asociación que hace cualquier cabeza cuando le mencionás a la Patagonia es la clásica postal: montañas de picos nevados reflejadas en los espejos cristalinos que se rinden a sus pies. Pero hace unos días descubrí que el sur de Argentina es mucho más que eso. Cuando estuve en la otra cara, en la Patagonia desconocida, la de un mar azul profundo, de islas recónditas y una estepa manchada en tonos de verde y terracota. Una Patagonia vasta, extensa, que parece estar siempre en modo gran angular. Ya pasaron varios días desde que volví, pero todavía me levanto cada mañana y pienso, “¿esto fue real?”
«entre manchones verdes y un cielo celeste (el clima que nos tocó fue sublime), hasta que apareció el mar como jamás lo había visto; de un azul francia intenso, majestuoso, un poco intimidante incluso, pero radiante en su virginidad. El camino revelaba el paso del viento que fue dibujando ondas sobre las rocas erosionadas. Iba con la boca abierta, intentando que no se me escape nada de la vista hasta que apareció, de golpe, un paisaje impensado…»
Volé a Chubut – más específicamente a Comodoro Rivadavia -, con la fundación Rewilding para conocer Patagonia Azul, su último proyecto en el litoral de la provincia. Ahí trabajan en distintos puntos de la llamada Ruta Azul (los 450 kilómetros que bordean el mar, de Comodoro a Trelew) para restaurar sus ecosistemas marinos y la vida silvestre autóctona. A través de sus cinco “portales” – las puertas de entrada de acceso gratuito a sus áreas de protección -, invitan a la gente a sumergirse en la naturaleza más virgen, a dormir entre cañadones, vecinos de guanacos y choiques, o musicalizados por el mar patagónico.
Desde un lago colorado, una cabalgata entre campos de flores y un show musical de lobos marinos, hasta la experiencia conmovedora de despertarse en el medio de la nada misma mirando el mar; estas son algunas de las memorias imborrables que me regaló, y les comparto lectores de MALEVA, la Patagonia del mar en estos cinco días.
1) Rocas Coloradas: un valle lunar y su gran laguna roja, que me hicieron sentir en otro planeta.
Arrancamos el viaje en auto, recorriendo un camino de tierra y arena, desde Caleta Córdova hasta el primer portal. Subiendo y bajando, entre manchones verdes y un cielo celeste (el clima que nos tocó fue sublime), hasta que apareció el mar como jamás lo había visto; de un azul francia intenso, majestuoso, un poco intimidante incluso, pero radiante en su virginidad. El camino revelaba el paso del viento que fue dibujando ondas sobre las rocas erosionadas. Iba con la boca abierta, intentando que no se me escape nada de la vista hasta que apareció, de golpe, un paisaje impensado. “Catamarca con mar” llaman algunos a este valle lunar de tonos rojizos. Y en medio de esta tierra inhóspita: una laguna colorada. Giraba en círculo y sentía que me habían trasladado a otro planeta. Marte quizás, ¿o la luna? A un escenario surreal de suelo rocoso y geoformas de paredes onduladas; con una paleta de cremas, anaranjados, terracotas y rojos pigmentados.
2) Estancia La Ibérica en Bahía Bustamante: campos de flores de película y una cabalgata en la que tuve una playa inmensa para mí sola.
Arrancando para el norte, seguimos camino hacia Bahía Bustamante, donde Rewilding tiene su segundo portal. Al atardecer, después de visitar el camping Arroyo Marea, que instalaron en una zona pesquera, llegamos a la Estancia La Ibérica para encontrarnos con una de las imágenes más oníricas del viaje: la casona de piedra toba de 1918, que supo ser el casco histórico de la estancia, rodeada de un manto de flores blancas y ese sol de tarde iluminando con calidez romántica el entorno. Esa casa es hoy el centro de interpretaciones, un lugar de paso donde te reciben, te cuentan sobre el proyecto de restauración e incluso te ofrecen vino, cerveza y algunas delicias regionales si querés relajarte un rato antes de seguir camino.
Desde ahí organizan cabalgatas como la que hicimos la mañana siguiente con Tiko, nuestro guía local. Atravesamos la estepa florecida hasta llegar a una playa que parecía infinita y que logramos tener para nosotros solos (¿cuántas veces en la vida se da?). En la hora y media de cabalgata fuimos viendo varias postales; playas agrestes repletas de caracoles, dunas con vegetación – una combinación insólitamente bella – y la estepa, con sus arbustos bajos y los calafates ansiosos por florecer. En enero, van a inaugurar sobre la playa de canto rodado el “Marisma Camps”; seis casitas como las que ya tienen en Isla Leones, y sobre las que les tengo un capítulo aparte a continuación.
3) Isla Leones Camps: las tres mañanas que desperté con el silencio más profundo y la vista del mar desde mi ventana.
Abrir los ojos, levantar la cabeza y ver el mar por la ventana, ahí enfrente, a unos pocos metros. Esa es, sin dudas, la imagen más poderosa que me llevo de este viaje. El Isla Leones Camps – una especie de glamping que no tiene carpas sino seis “tiny houses” – es de esos lugares donde soñás con quedarte un tiempo. En primera línea, y separadas entre sí por unos metros, las casitas tienen todo lo que necesitás: camas cómodas, sábanas limpias, un baño con agua caliente (¡hasta wifi!) y no mucho más, porque la magia no está ahí adentro sino afuera. En esa costa que cambia su geografía con el subir y bajar del agua. En los montes con sus senderos marcados, listos para ser caminados. Y en los cielos, que triplican en tamaño a nuestros cielos de ciudad, y ponen la piel de gallina con sus imágenes de la Vía Láctea en HD.
El camps es una vida de lujo en un entorno salvaje. Su propuesta “all inclusive” incluye las cuatro comidas, teniendo en cuenta que estás, literalmente, en el medio de la nada. Pero digo “de lujo” porque en el menú con figuran papas fritas, milanesas y fideos. En la cocina – que se encuentra en una casa un poco más grande, justo en el medio de las tiny houses -, Norma prepara un menú de tres pasos, con ingredientes autóctonos. “No puedo repetir platos, no me sale”, explicaba, entre risas, mientras nos contaba que fue maestra de literatura en Chaco y se encontró (y enamoró) de la cocina al jubilarse.
Cada mañana, mediodía y noche, me sentaba en la mesa comunitaria del comedor, junto al gran ventanal, curiosa por saber qué iba a probar hoy. Croquetas de garbanzos y arroz con algas wakame, rollitos de pejerrey con papas a la crema, risotto de calabaza, mero a la romana con soufflé de verduras, flan de café casero… Casero, todo casero y abundante en sabor. Las comidas transcurrían entre charlas, risas, vinos y con Josi, la anfitriona del lugar, atenta a cada mínima necesidad. Cuando Norma se tomó su franco, llegó Carola, una gran conocedora del mundo de las algas en Camarones. En Amar Algas, el proyecto que se llevó el segundo puesto este año en el Prix Baron B, recolecta wakame, un alga invasora para el ecosistema marino y, aprovechando que tienen gran contenido nutricional, las usa para preparar de todo: pastas caseras, buñuelos, mbeju, escabeche y hasta un rawmesan casero.
4) Aventura en lancha hacia Isla Leones: donde su colonia de lobos marinos nos deleitó con un show musical en vivo.
Isla Leones es sede de una gran colonia de lobos marinos. Pero no siempre fue así de masiva, especialmente durante las cazas descontroladas donde los barcos se llevaban sus pieles y aceites para comercializar en Europa, y redujeron significativamente su población. Rewilding está trabajando para que esta vuelva a ser lo que era y en este viaje nos embarcamos en lancha para conocer el reino donde los lobos marinos, los pingüinos, las gaviotas y los petreles conviven en un mismo entorno natural.
Salimos de Bahía Arredondo, ladeamos la Isla Cayetano para ver a los cormoranes posando en las paredes de las rocas, saltamos con las olas del mar abierto hasta entrar lentamente en las costas de Isla Leones. Lo recuerdo y todavía me río. A medida que nos acercábamos, empezábamos a distinguir los montones de lobos descansando pegaditos al mar. Un grupo de curiosos empezó a nadar hacia nuestra lancha, asomando las cabecitas de a uno como el juego de la marmota, y se quedaron haciendo una coreografía alrededor nuestro. Al rato, se acercó otro grupo. Y otro. Mientras tanto, desde la orilla nos llegaban los gritos y cantos de sus compañeros, como musicalizando la escena que, ya de por sí, parecía un espectáculo de Hollywood animal.
Nos despedimos y dimos la vuelta a la isla para amarrar en una playa resguardada, en la base del sendero frondoso que te llevaba cuesta arriba, hacia el pintoresco faro. Subimos caminando entre pastizales y flores amarillas, nos acompañó un aroma a miel en el aire y unos pingüinos que nos encontramos en el camino, hasta la estructura icónica, que hizo de casa-faro hasta 1968, cuando el aislamiento se volvió demasiado hostil para el farero. La frutilla de la torta: los mates en el resguardo de la Caleta Hornos y la vuelta con la puesta de sol de frente.
5) Senderismo entre bahías: descubriendo los secretos de la estepa con sus cañadones, pastizales y guanacos.
Para descubrir hay que caminar. Mirar hacia arriba y también hacia abajo. En el portal Isla Leones, justo donde está el Camping Bahía Arredondo, arranca un sendero que te adentra en la estepa y te va topando con distintas imágenes: grupos de guanacos que levantan la mirada curiosos; flores amarillas – los famosos “botón de oro” – que emergen de las rocas como un milagro natural; laderas que parecen un cuadro al óleo; pastizales que se mueven al ritmo del viento patagónico; cimas que regalan vistas panorámicas asombrosas y playas ásperas y desiertas escondidas entre paredes rocosas.
Hay dos formas de caminar. Caminar para llegar a un lugar, o caminar simplemente para disfrutar del camino. Cada senderismo que hicimos (que fueron unos tres, desde distintas bases del portal) los encaré con ojos de curiosa y me sorprendí al encontrar arte en todos lados. En los líquenes que crecen sobre las rocas como flores pintadas a mano, en los caracoles con sus texturas tan detalladas, en las lagartijas de un verde flúor jamás antes visto, en las flores a medio brotar. En este viaje descubrí que la estepa, tan subestimada a veces, tiene mucho más para ofrecer que lo que imaginamos.
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