Es como decirle a la tropa dispersa que una es, a todos los asuntos pendientes y las fobias y los pensamientos amotinados y las alergias de octubre: bueno, basta, vamos todos para allá. Me siento muy blanca, muy radiografiada por el sol de las cuatro de la tarde, con el short adidas y la musculosa verde de algodón, con olor a suavizante fiesta floral. Estoy como desnudada en un grado de desnudez inquisidor. Ato fuerte los cordones, miro la hora exacta, dieciséis diez, pongo The National en los auriculares y hago una promesa corporal, digo: despacito, de a poco, ahí va; el sonido de las llaves tintintin en el bolsillo de atrás.
Todavía decimos vip, no puedo creerlo
Más tarde caminamos por el microcentro como en una película de gangsters, traspasamos una puerta y cortinas, traspasamos gente entusiasmada, traspasamos codos, y nos encierran en un corral, en el vip, el vip es un corral, una porción de territorio delimitada por sogas que cuelgan como en un banco francés. El raro privilegio de estar como yendo a pagar el monotributo, marcados con una pulsera de papel. De estar tranquilos: solos, aislados, los tres. Aparece un trago fucsia cortesía de la casa, lo aceptamos y agradecemos.
Qué hacer con Barbie, cómo hacerla feliz (¿Se puede jugar con Barbie?)
No se puede jugar a las Barbies y en ese fracaso está el poder de su perduración y la desgracia; el problema no es su apariencia, el famoso estereotipo estilizado, no es sólo eso lo que vino a enseñarnos, sino la postura de quedarse quieta mientras le barren el mundo, la impotencia y la incapacidad de necesitar, de descansar y encontrar consuelo en unos brazos humanos. Alguna herencia velada hay, un mensaje que interpretamos. Las noches que vamos en taxi a divertirnos con amigas. En el círculo de nuestra risa de a poco nos vamos creyendo las mejores del mundo. Tenemos miedos como edipos y carteras con cadenas.
Sospecho que lo que me llevó a comprar la entrada por Internet fue una motivación truculenta
Cuando las otras se dormían un rato: ahí me daban ganas de llorar. En un minicomponente teníamos un cd de Miranda!, y empecé a escuchar atenta una novedad, un sonido que me sorprendía en el medio del disparate emocional. En el Luna Park nos paramos de golpe cuando apareció Miranda!, y un chico con anteojos en la fila de adelante, pegado a la cintura de una mujer de rulos, se dio vuelta en el margen de maniobra que le permitía estar amorosamente sujeto por ella de su polarcito gris.
El tabú de la frivolidad
Es viernes y estoy en un evento lleno de humo, pero el olor a Halloween de un grupo de hombres con tiradores me llega igual: debe ser calculado, debe ser un perfume para prevalecer. Hay una banda que toca en el escenario, la distancia necesaria para admirar. Un chico con jopo enrulado me dice qué hermosos zapatos mandarina, devolviéndome el color con precisión frutal en el medio de esa oscuridad, qué lindo pelo, qué linda pollera. Lo celebro con grititos de emoción.