El tabú de la frivolidad


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Por Alejandra Koser
Desde España llegaban paquetes cilíndricos con revistas Hola y Semana que eran el facebook de la realeza y cuando a las diez de la noche había que hacer la tarea y no había papel glacé, mamá me decía que recortara del vestido de Estefanía de Mónaco, y así obtenía un rectángulo verde brillante ideal para mi collage figurativo de la plaza de Trelew donde dormían los cirujas, donde íbamos de paseo con el colegio mientras los chicos de quince con campera de jean, los chicos grandes, lengüeteaban a sus novias, por ponerle un nombre al vínculo que establecían en los bancos blancos y roñosos, fenómenos amorosos de cuatro piernas enroscadas que me esforzaba por representar en el cuaderno Rivadavia; la maestra Manon lo recibía con tos pero no lo censuraba, en el margen ponía ¡muy bien!, los tiempos de psicogénesis, y eran los compañeros de siete los se acercaban a sancionar la obra: ¡mirá lo que hizo! de lo que yo me defendía con un argumento de arte hiperrealista: las cosas son así. Simplemente me había remitido a plasmarlas con el vestido arrancado de una princesa provocativa.
Después las cosas se organizaron y la diversión y la moda pasaron al lado prescindible de la vida separadas de los momentos productivos, como si un dios amargado hubiera instituido el tabú de la frivolidad. Siempre atraída por los canales donde discurre la belleza, por la dispersión de la mente hasta volverla irreflexiva, por los momentos encantadores y absurdos en los que los cuerpos se confían de sus formas y sus etiquetas para aparecer, salir y sobresalir, sumé horas de bares y locales nocturnos clase bé, donde el gobierno de la ciudad de Buenos Aires permite bailar.
Es viernes y estoy en un evento lleno de humo, pero el olor a Halloween de un grupo de hombres con tiradores me llega igual: debe ser calculado, debe ser un perfume para prevalecer. Hay una banda que toca en el escenario, la distancia necesaria para admirar. Un chico con jopo enrulado me dice qué hermosos zapatos mandarina, devolviéndome el color con precisión frutal en el medio de esa oscuridad, qué lindo pelo, qué linda pollera. Lo celebro con grititos de emoción y levanto la pierna para que su amigo observe el detalle del cordón que une las dos partes del calzado por encima de mi pie izquierdo.
Estamos todos más o menos fascinados.
Y nos ponemos más o menos interactivos a pesar del cuidado postural.
La superficie es una parte esencial de los objetos y los cuerpos.
Y quiero reivindicar la alegría aunque exija una cierta renuncia racional.
Y quiero desmentir que los artificios, los movimientos siguiendo la música o los adornos, suponen nada más que impresiones falsas.
La máscara de pestañas construye realidad.
En el baño hay una fila larga como de AFIP y una chica llora frente al espejo porque le robaron la billetera con todas las tarjetas y la de Estados Unidos también. No, má, el celular no, las llaves del auto no. Todos se abalanzan a la barra porque la cerveza más barata es gratis hasta dentro de tres minutos, y el barman no me mira, no me escucha, no me registra, dificultades impensadas en el camino a la fiesta absoluta que debe ser la forma que tiene el mundo llegado el final de las injusticias. Cuando era chica, además de los dibujos eróticos, escribía cuentos largos en cuadernos de tapas blandas sobre el poder y el despotismo, sobre reyes que maltrataban al pueblo, y cuando el conflicto se me había ido de las manos y quería concluirlos a favor de nosotros, los buenos, lo solucionaba con un hecho grave e irreversible, el rey se murió de un ataque de cáncer, y así triunfábamos sin ensuciarnos las manos y nos íbamos a tomar brebajes prohibidos, cerveza con alcohol
En este evento hay un francés que fue el que me invitó y estuvo tocando la guitarra, pero ahora está hablando con una petisa en alguno de los tres idiomas que le escuché hasta ahora. Hace dos días me gustó porque me dijo hola y hasta luego, al principio de la charla y al final: la seducción de la pertinencia. Mathieu. Cuando estuve en la puerta dije: vengo a ver a la banda de mattttiú para traer a la fuerza las pronunciaciones previas, la que él me enseñó y las de mi año de francés. La gente empuja como yendo a alguna parte y ya está, ya llega, la parte del fastidio. Mathieu y yo somos lo que fuimos cuando nos presentaron pero menos prometedores el uno para el otro si bien esa camisa de jean es lo más apropiado que podría haberse puesto para evocar un sentimiento de amor de alguna vida pasada en la que me dejé morder por un granjero rubio cortaleña. Nunca le voy a poder hacer estos chistes en París. Las fotos van a ser etiquetadas mañana. Y esta certeza ni siquiera es cronológica, porque lo lindo de esto, hablando de belleza, es que a las cuatro de la mañana estamos usando un segmento vital destinado al sueño, donde el tiempo no tiene linealidad: acá estamos con los ojos abiertos, divirtiéndonos.

Foto Ze Cali