Una zona muy delicada

Una zona muy delicada
Por Alejandra Koser

Una barra, un trago y un guapo bartender en mi sueño de anestesia
 
Una tarde de domingo, una pila de carpetas resbaló de la mesa de luz, cayó sobre el velador de vidrio tubular y en un acto miserable y heroico, lo atajé con el meñique, que quedó abierto, regurgitando; la casa fue regada de sangre como una escena del crimen. Entré a la clínica Bazterrica sosteniendo el dedo envuelto en una servilleta de papel, de esas que tienen impresas la receta de un pollo al curry. Para no desmayarme, mientras en la pantalla aparecían nombres y números de consultorio, miré a los otros pacientes y jugué a adivinarles la dolencia, los virus y las punzadas en las articulaciones de la gente que está muy sola.
Sentados en las butacas, la desgracia era menos sobre enfermedades que sobre aguardar, como dicen las secretarias para parecer amables, aguárdeme por favor, porque ser pacientes no tiene nada que ver con la medicina, sino con esas salas, con mantener la compostura, el precio que se paga por recurrir a alguien que nos sane, y con los versos de Houellebecq: quisimos vivir, aún quedan indicios/nuestros cuerpos se suspenden en la espera.
El médico de guardia, consultorio cinco, pidió que me acostara en la camilla y obedecí, qué otro remedio; las piernas se pegaron a la cuerina clara y los pies quedaron en el aire. Despegó la servilleta de mi mano, un hilo de sangre siguió su curso hasta el piso. El doctor era joven, de menos de treinta, y lindo, pelo oscuro y cuerpo atlético, la expresión de deidad indiferente de los que no duermen, de los que de vez en cuando aciertan diagnósticos. Se puso guantes de látex, pasó una gasa húmeda, acercó la cara a la herida, el aire cálido de su respiración era golpe de realidad junto con el olor infernal y tranquilizador del alcohol. Levantó los ojos negros para decir: es una zona muy delicada, muuuuy delicada. Mi dedo era Corea. Mi pecho subía y bajaba como si no se decidiera por ninguna posición. Te voy a coser. Sin esa hosquedad de curandero profesional, sin la indiferencia, no hubiera soportado el pudor, me hubiera desangrado en el baño; el pudor del miedo al dolor físico, del pantaloncito celeste que a los efectos prácticos de la intimidad del hogar funciona de piyama y que era mi secreto revelado, el pudor de los pormenores de un accidente propio de niños o de ancianos. Desenvolvió dos agujas. Sentí el pinchazo de la anestesia. El siguiente pinchazo de la anestesia. Una guerra de silencios y la carne blanda ofreciéndose. Pasó la agujita por la uña, salió por la yema, tiró del hilo. ¿Sentís algo? Sí. ¿Y ahora?, tiró de nuevo del hilo. No, ahora no siento nada.
Con la concentración de un chamán que tiene una misión en este mundo y que vino a hacer lo que le es solicitado, a unir, sin titubeos, los espíritus con los vivos, la comunidad de individuos, los tejidos desgarrados, me cosió. Todo era acompañado de mi parte con una debilidad atávica y progresiva pero me ahorré el desmayo para no llamar a alguien que me fuera a buscar, no hubiera sabido a quién, en ese derrumbe, en esa convocatoria de acreedores. En la camilla, con un doctor inexperto sosteniéndome de mi dedo más chiquito y vulnerable, vi mi oportunidad de ser Julia Roberts en Línea Mortal: era mi forma de aguardar en línea, y de ir más allá, a buscar los umbrales más seguros y auténticos, dejarme remendar y mientras tanto, aterida en pánico, encender una tibieza con el poder de la metáfora, apagar las luces, abandonar la sala entregada a la lenta tarea artesanal, que era como otras tantas, otra dedicación, un pulso, ejecutado por unas manos en el refugio de la noche, entonces ocurrió: estoy frente a un barman que usa un mortero para aplastar hojas de menta, elige una botella y revuelve los licores.
El barman me da un vaso sobre un mantelito con puntillas, quiero agradecerle, busco una manera nueva porque las sentencias favorables suelo diluirlas en un chiste que las estropea de otros sentidos, voy a probar decir que esto es grandioso, en línea directa con mi convicción, sin servirme de mis personajes, está muy rico, gracias, y punto, solamente hasta ahí, si bien hay más: daría lo que fuera por anexarme una barra en el tres ambientes para mirarte retozar con la cristalería. El barman tiene una polera negra, es rubio. Se para al costado de la barra y contempla la clientela, los colores desperdigados en la oscuridad. Mira la escena con seriedad y amor, como un break merecido desde sus primeros días. ¿Quieren tomar algo más?, porque ya vamos a cerrar la barra. Ahhh, la politesse, no me dejes barman, en este bar construido para fugarme del pavor, nunca, nunca, dame estas transiciones, con estas enunciaciones previas a los finales gano años de vida, quiero que me hagas un único trago a mí sola, aplastando la menta, usando todo el tiempo del mundo, usalo, está a tu disposición, oler la pimienta y verte tocar las frutillas y, con las yemas de los dedos, dar toquecitos a frascos minúsculos, para armar la pócima que uso para mojarme la lengua y mirarte de lejos, vos con esos ojos hermosos que nunca veo bien entre las botellas, los sorbetes, no quiero que se llamen sorbetes barman de mi vida de mi corazón, no quiero nada que degrade la calidad HD de este momento, quisiera que esto fuera una taberna como la de las películas, sin tanto ciros y leticias bredices, para sentarme en las banquetas altas de cuero a contarte problemas sórdidos a medida que se me afloja la mandíbula y vos digas es suficiente, darme la medida de lo suficiente, ya estuvo bien, muñeca, una forma de cosificarme con dulzura, vos sí, barman de mis sueños.
Me levanté despacio por indicación médica. El doctor se sacó los guantes y fue al escritorio donde pergeñó una receta que compensara su cizaña: un antibiótico, gammaglobulina y la vacuna antitetánica. Salí de la clínica entera y con una venda enorme y blanca. Un mensaje de WhatsApp decía: k hces kpo? Unos días atrás, en un recital, me habían robado el celular y desde que había instalado el chip con mi número en un aparato nuevo, me llegaban esa clase de preguntas. Estaba unida al grupo Las +Kpitos y por más que intentaba borrarme, abandonarlo, no lograba escaparme las frases breves, a frecuencia de goteo, de las cuarenta chicas participantes en la conversación.
El médico laboral llegó el lunes muy sonriente, dijo que no se puede ir a trabajar con puntos por cuestiones legales y me dio una semana de licencia. Leí sobre el mobbing y novelas en el Kindle. No pude empezar las clases de yoga. Ir por ahí con una herida ridícula, no del todo invalidante, con connotaciones de suicidio atenuado al mínimo nivel y de todas formas difícil de esconder, como el llanto de peatona en los semáforos. Volví a la Bazterrica para mi primera curación con un paraguas muy grande un día nublado, para dar la impresión de cuidado personal.
Llegó otro mensaje de una +kpitos. Por favor, les escribí una madrugada, no quiero recibir más estos mensajes, esta es mi cuenta. La respuesta fue una foto: y esta es mi teta. Bueno, otro motivo para pedir mi baja. Llamé a uno de los números, le supliqué a una chica: ayudame a salir, no sé cómo pasó que tu amiga pudo usar mi WhatSapp, pero tiene mi celular y que se lo quede, le regalo algo también, pero déjenme salir de esta conversación. Ella dijo que no se podía comunicar con su amiga porque yo tenía el número de su amiga. ¿Pero no la ves? ¿No se ven nunca?
Recibí un correo desde mi propia cuenta de Gmail: “Hola yo le compré este celular a una chica que me dijo que era nuevo, pero estoy viendo todos tus mails. Quiero que me des la contraseña de Samsung así borro tus cosas, porque no creo que vos quieras que yo vea todo tampoco!!!”. Le respondí, desde Yo para Mí, que me sería muy útil recuperar la tarjeta SIM y agradecí de antemano la cuota de buena fe y buena voluntad dentro de la situación desagradable. Sólo un número, un chico sentado en una playa, seguía diciendo que me amaba, que la amaba, en mensajes de WhatsApp con emoticones; las +kpitos se habían callado. Al otro día, Yo envió zippeada la información que quedaba en la tarjeta de memoria, una serie larguísima de carpetitas, sin mucha información, algunas anotaciones, algunos números. Pensé poco, un segundo, en la mano que me sacó el celular del bolsillo del piloto gris antes de que tocara The Black Keys, porque no pongo en tela de juicio la pericia de los pungas ni mi capacidad de ensimismarme. En las carpetas ya no estaban mis videos ni mis fotos. Pero había una sola imagen que yo nunca había sacado: la autofoto de un chico rapado a cero que mira a la cámara de perfil, muy serio, con una remera roja, adelante de una puerta de madera. En el fondo hay una ventana abierta, parecen las últimas horas de la tarde.