Treinta y cinco días como si fuéramos una planta de interior (crónica de una convivencia en cuarentena)

Un verano pegajoso y una chica que se muda a vivir con su pareja en el momento más extraño: el del aislamiento por una epidemia en Buenos Aires/La evolución cotidiana del hartazgo y del cariño/Zoom con amigas, baños de inmersión y los espacios acordados para mantener cierta independencia/Por la autora del libro «Las chicas no lloran»

Y después de unos días, empiezan las reglas para mantener los espacios separados

«Treinta y cinco días como si fuéramos una planta de interior (crónica de una convivencia en cuarentena)». Por Olivia Gallo. Ilustración: Leila Iovine.

Día uno.

Me mudo a lo de B. el día antes de que se dicte la cuarentena total. Además de las cosas del trabajo, me traje solo dos pantalones, dos remeras, dos bombachas, dos pares de medias y un suéter. Armé un bolso pensando en dos.

A la noche, el aire pegajoso trae las últimas noticias del verano por las ventanas abiertas: algunos ruidos de cubiertos, alguien que sale a fumar al balcón y mira a la calle, un perro que ladra en alguna parte.

B. y yo comemos en la mesa de la cocina un ramen que compramos en el supermercado.

– ¿Tenés mucho trabajo mañana? -le pregunto.

En la tele, un notero joven que habla con un micrófono rojo y plastificado, dice “la frase que más escuché hoy, al conversar con la gente en la calle, fue ‘me duele mucho la cabeza’: todos piensan que están enfermos”.

-Más o menos -dice B..-

Los fideos del ramen son tan finitos que se resbalan todo el tiempo del tenedor.

Día dos.

B. llama a Aerolíneas Argentinas para ver si hay alguna forma de que nos devuelvan la plata de los pasajes de un viaje al norte que teníamos planeado para el fin de esta semana y hasta quince días después, por mis vacaciones de trabajo.

Nadie le contesta.

Trabajamos todo el día en lados opuestos de la mesa larga del comedor, cada uno con su laptop: armamos nuestros fuertes atrás de la pantalla de la computadora.

A la noche cogemos. Cuando terminamos, B. apaga las luces y me acaricia la espalda un rato. Sus movimientos son precisos: ni demasiado lentos, ni demasiado rápidos, ni demasiado leves, ni demasiado fuertes.

Día diez.

Con B. decidimos que por estos días él se encargue de hacer todas las compras porque me está por venir y cuando me viene me bajan mucho las defensas. Lo saludé desde la ventana cuando cruzó al supermercado, a eso de las siete de la tarde. Estaba parado abajo del cartel redondo y blanco que dice Disco; ese que, a veces, cuando es de noche y paso distraída por la ventana que da a la calle, confundo con la luna.

Levanté un brazo y él levantó el suyo. Anoche discutimos por primera vez desde que empezó el encierro.

La discusión fue porque dejé tirada mi ropa en la cama, sin doblarla ni guardarla. Pensé, como siempre “después la guardo”. Pero B. es de esa gente a la que el desorden físico le desestabiliza la cabeza. Yo no soy así; tengo el desarreglo incluído, incrustado. En una parte de la discusión, le dije a R. “capaz necesito que me ayudes a identificar el desorden, porque a veces no lo veo”.

«Deberíamos encontrar la forma de pasar tiempo separados, aún en esta situación -dice- Está bueno que cada uno tenga sus espacios. A mí, por ejemplo, me vendría bien tocar el piano, tocar la guitarra o cantar, sin sentir que estoy interfiriendo con tus actividades, que te estoy distrayendo del laburo. Y después hay otra cosa: vos no colaborás mucho con las cosas de la casa…»

Día veinte

Cumplo años. Una amiga de mi mamá me manda una planta. Al principio no me gusta mucho: todas sus hojas parecen de plástico, y sus flores son demasiado obscenas, con ese tallo flaco y amarillo bien en el centro de las flores rojas. Igual, quiero saber ocuparme de algo, así que googleo que planta es, y descubro que es un Anthurium: una planta de interior que necesita poco riego y poca luz. Este tipo de plantas, según lo que encuentro en internet, se formaron en las grandes selvas, a la sombra de otros árboles mucho más grandes y frondosos. Literalmente a la sombra: los troncos y las hojas de esos árboles les tapaban casi toda la luz y el agua de la lluvia, así.

Una buena metáfora para este momento, pienso, porque como lo de B. es un primer piso y salgo de aca ´máximo una vez por semana, a mí tampoco me están llegando los cambios del cielo.

Mi mamá me manda una mini torta de chocolate y B. compra una velita. La soplo a la noche. Me olvido de pedir tres deseos.

Hago Zoom con mis amigas. Descubro que no es tan distinto de cuando nos juntábamos en la vida real, salvo que ahora no hay varias conversaciones en paralelo; todas estamos atentas a quien tome la palabra.

A la madrugada, me doy un baño de inmersión. B arrastra el típico banquito blanco de baño hasta quedar cerca de mis pies, y se sienta ahí. Me acaricia el tobillo izquierdo, el que tiene más a mano, y mientras me lee algunas poesías de Watanabe. Miro su dedo gordo mientras redondea una vena que sobresale. Está concentrado en la lectura y no me mira, ni hace pausas para esperar algún comentario de mi parte. Pero su dedo parece muy concentrado en esa vena, en el hueso redondo y convexo de mi tobillo.

B es como esos espíritus turbados que se quedan vagando entre la tierra y el más allá, pienso: nunca está del todo en ningún lado.

Día veintiseis

Desde hace unos días que, cuando me ducho, particularmente cuando me paso la crema de enjuague, se me salen hilos de pelo frágiles, a los que ni siquiera sentí desprenderse del cuero cabelludo. Pelos alienígenas que se me quedan entre los dedos mojados y con salpicaduras de espuma, y algunos otros a los que ni siquiera llego a ver, terminan arremolinados en el desagüe, todos juntos, como si una voz los estuviera llamando desde las cañerías.

Cuando le pregunté a una amiga acerca de la caída del pelo, pensando en que quizá tuviera algún desarreglo hormonal que meritara una consulta con la ginecóloga, me dijo:

– Es el otoño; se cae el pelo como se caen las hojas.

Le digo eso a B. cuando se queja de la acumulación de pelos (mis pelos) en el baño. Sus quejas vienen siempre camufladas dentro el humor sarcástico, como esos remedios que a veces se les dan a los perros escondidos adentro de una salchicha. Él también me ve a mí como a una mascota. Me dice:

-Tus pelos están por toda la casa. Es como tener un gato.

Día veintinueve

B.: -Deberíamos encontrar la forma de pasar tiempo separados, aún en esta situación -dice- Está bueno que cada uno tenga sus espacios. A mí, por ejemplo, me vendría bien tocar el piano, tocar la guitarra o cantar, sin sentir que estoy interfiriendo con tus actividades, que te estoy distrayendo del laburo. Y después hay otra cosa: vos no colaborás mucho con las cosas de la casa. No sé, yo me sentí un poco sobrepasado en ese sentido, un poco solo. Un poco desbordado. Hay días en los que terminamos de almorzar y vos, al toque de que terminás, te parás y volvés a la compu a laburar. Y ni siquiera levantaste tu plato, lo tengo que levantar yo. Está bien, yo entiendo que estás tapada de laburo y que yo, en ese sentido, estoy un poco más liberado, pero igual, esas cosas, a veces, me hacen sentir que estoy solo.

Día treinta y cinco.

La planta de mi Anthurium está seca. Tengo que regarla.

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Fotos: la destacada y la interna son gentileza de Unsplash 

Sobre Olivia Gallo: es escritora, y publicó con 24 años su primer libro «Las chicas no lloran» en la editorial Tenemos las Máquinas.