No todos los amores son sanos
Por Luciana Schnitman
Te conocí cuando era chica (muy chica) y creo que por eso llegaste a impresionarme. ¿Cuánto podía saber yo, en aquel entonces, de amores? Y aterrizaste en mi vida así, “tan de repente”, sin previo aviso. Nos vimos por primera vez en un recreo del colegio secundario. En ese entonces me entretenía jugar a ser grande y vos me hacías sentir así: adulta, independiente, audaz. Recuerdo que me encantaba tenerte ahí, enmarañado entre mis cosas (mi uniforme escolar, mi mochila, mi cartuchera, mis cuadernos, mis sueños, mi manteca de cacao saborizada).
Solíamos encontrarnos al aire libre, entre risas frescas, bajo el cielo celeste y un manojo de nubes que por momentos eran algo más: animalitos, fragmentos de mapas, medios de transporte, monstruos u objetos cotidianos. Pompones blancos, mullidos, que podían ser muchas cosas porque a esa edad casi todo parece posible.
Fue un coqueteo sutil al principio. Un juego silencioso entre los dos. Vos y yo; yo y vos; encontrándonos de vez en cuando, por ahí, en algún rincón, siempre a escondidas. Hasta que una noche de primavera nos mostramos juntos en una fiesta, en la terraza de una amiga mía. Esa noche- lo recuerdo bien- bajé la guardia y me entregué. Dejé que me envolvieras, que me sedujeras. Y nos volvimos inseparables.
Los que me querían me llenaron de advertencias. Me dijeron desde un principio que no eras bueno para mí, que ibas a lastimarme. No me fue difícil desoírlos.
Pienso: desde aquel entonces pasó mucho y pasó rápido. Mi adolescencia, con sus noches a reloj quitado, lejos de casa, con volumen alto y el amanecer como escena final. Y vos, ahí. La facultad. Las incontables noches en vela, estudiando obsesivamente; el café batido (siempre batido en ese entonces); los millones de apuntes, los proyectos, el resaltador amarillo, los exámenes. La entrega de diplomas. Los incontables viajes. El inicio de mi vida profesional. Mi mano sobre vos; vos en mi mano. Muchas veces eso bastó para que me sintiera tranquila. Contenida. Me viste crecer y cambiar. Fuiste parte de cada tramo, de cada logro. Transité la veintena y estoy a un paso de verla partir; con vos, acá.
En algún punto de este recorrido yo empecé a entender que los que me querían estaban en lo cierto: no eras bueno para mí. Pero me costaba abordar la despedida; me incomodaba la mera idea de soltarte.
Nos distanciamos, claro. Nos perdimos el rastro varias veces. Pero tarde o temprano algo- una charla entre amigas, una celebración especial, el pasaje de algún libro, una bebida espirituosa, un momento de transición- me hacía pensarte, extrañarte y buscarte (en ese orden). Nuestro adiós fue hasta ahora solamente un amague; un punto y aparte. Nunca el final verdadero. Y otra vez lo mismo: mi mano sobre vos; vos en mi mano. Y esa tramposa y adictiva sensación de calma. Acá seguimos, años después, bailando a nuestro propio ritmo. Postergando una despedida necesaria. No debería ser tan difícil, pienso: reafirmar internamente mi decisión, respirar hondo (bien hondo) y decirte algo como “adiós, gracias por todo, hasta acá llegamos, espero que no volvamos a vernos”.
Mirarte una última vez, dulcemente, y dejarte ir. Lejos, muy lejos. Lo más lejos posible. Y aprender a resistir cualquier tentación, a combatir las ganas de tenerte (que sé que vendrán). Hasta que tu perfume ya no me produzca nada; no me conmueva, no me atraiga, no me excite. Hasta olvidar cómo te veías ahí, tan natural, entre mis dedos, sobre mis labios. Un encuentro cotidiano, exquisitamente dañino. Vos y yo; yo y vos. Mi mano sobre vos; vos en mi mano. Nunca más. Y poder mirar al mundo con ojos triunfales y decir, sin mentir, que finalmente soy una mujer libre de humo.