Algunos dicen que los romanos actuales heredaron de los romanos antiguos algo más importante que los monumentos y la majestuosa historia de su ciudad: el hedonismo cotidiano. La explicación es épica y un poco fanfarrona. Las cohortes guerrearon durante siglos y conquistaron el mundo, y los ciudadanos de Roma – gente victoriosa, patricia, con esclavos – tenían derecho a disfrutar a pleno de los placeres de la vida sobre los laureles. Y sea esto cierto o no, teorizar nos sirve para canalizar, racionalizar, el impacto que produce Roma en Primavera, por lo bella – las flores en los balcones, las hojas verdes de los árboles, la brisa mediterránea que es la más suave de todas las brisas – y por lo bien que la saben pasar aquí. El día – en esta época amanece temprano, alrededor de las seis y media de la mañana, y el sol se va a las ocho – está lleno de pequeñas ceremonias de goce. Que en verdad para los romanos son tan naturales, tan por costumbre, que son rutina. Y se ven por todas partes.
«A los barcitos y vinotecas las copan al atardecer para tomarse una copa de “rosso (tinto)” o de “bianco (blanco)” mientras pican quesos de un platito. Este ritual se suele hacer parado al lado de mesas altas. En los barcitos alinean seis o siete botellas en la barra, ya descorchadas, y después uno elige. Los vinos Montepultano y Chianti son los clásicos para esta situación. O un blanco Marsala o Soave. Y el quesito estrella es el gorgonzola»
Una muy extendida y popular es la del vinito con queso, a la tarde, después del trabajo. A los barcitos y vinotecas las copan grupos de amigos, parejas, algunos turistas, para tomarse una copa de “rosso (tinto)” o de “bianco (blanco)” mientras pican quesos de un platito. Este ritual se suele hacer parado al lado de mesas altas. En los barcitos alinean seis o siete botellas en la barra, ya descorchadas, y después uno elige. Los vinos Montepultano (que se hace con uvas Sangiovese y se suele añejar por dos años en roble) y Chianti (de la región de Siena, súper famoso) son los clásicos para esta situación. O un blanco Marsala o Soave. Y el quesito estrella es el gorgonzola, que en Italia es delicioso. También pueden ser quesos típicos romanos como la Mozarella di Bufala, el Caprino, o el Pecorino.
Una copa casi nunca basta, lo usual es tomarse dos. El acompañamiento puede ser más sofisticado. En los restós y bares de alrededor del Campo dei Fiori – una plaza seca donde está la estatua de Giordano Bruno y que está llena de localcitos gourmet y es uno de lugares más de moda en Roma (junto al Trastevere) – al vinito lo podés acompañar con todo tipo de antipasti: porciones frías de pizza con aceitunas y sin queso, ensaladas de mariscos, prosciuttos (jamones) crudos de parma, muzarellas rellenas con prosciutto, almejas del Adriático, crostinas (tostadas) con paté, bruschettas, croquetas de papa, carpaccio, y más. “A esta hora siempre se llena, a los romanos nos gusta relajarnos con un buen vino. Es cierto que en invierno también salimos, pero en primavera todo es más agradable, más aún con nuestro clima mediterráneo”, cuentan a Maleva en uno de los restós del Campo dei Fiori.
«Otra costumbre incorporadísima que tienen los romanos – en verdad todos los italianos – es la del aperitivo. Siempre parece haber una excusa para tomarse un spritz de Aperol, de Campari, de Cynar (que son los típicos). Dos diferencias con el vino de la tarde: el aperitivo es en cualquier momento y si es en una mesa en la vereda, bronceándose, mejor. Y si es con prosecco (espumante) tirado mejor aún»
Otra costumbre incorporadísima que tienen los romanos – en verdad todos los italianos – es la del aperitivo. Siempre parece haber una excusa para tomarse un spritz de Aperol, de Campari o de Cynar (que son los típicos). Dos diferencias con el vino de la tarde: el aperitivo es en cualquier momento y si es en una mesa en la vereda, bronceándose, mejor. Ejecutivos de traje y corbata hablando por celular, a las dos de la tarde, con el copón naranja del Aperol (que siempre viene con hielo, la rodaja de limón, y una aceituna en un escarbadientes). También hay dos formas de prepararlo: con soda o la más top, con prosecco (espumante) que encima es tirado (sí, Roma es chic).
La primavera romana también es dulce. Hay una heladería cada dos cuadras. Son chiquitas, pero en su mayoría tienen buen diseño. Súper lindas, con cada detalle estético cuidado al detalle. Venchi, una de las clásicas, a pasos del Panteón, es tan elegante, que podría darle el piné para casa de joyas, de arte, de antigüedades. Pero en la vidriera no hay collares sino cucuruchos. También otra muy concurrida es San Crispino, en los alrededores de la Fontana di Trevi. Las “gelaterias” tienen menos gustos que las heladerías argentinas – de 8 a 15 en promedio – y nunca jamás tienen a los helados en baldes de metal: siempre están a la vista, en heladeras transparentes, coloridos y cremosos. Acá el helado te entra por los ojos, es un tema visual, no está oculto. ¿Gustos bien romanos? Pistacchio, nutella, limón, y chocolate amargo. Es muy común el helado al paso. No sólo se come en un contexto de paseo, de después de cenar, recreativo, sino que ves a una chica, vestida de oficinista, apuradísima, que de repente pasa delante de una heladería, y no puede resistirse al conito de dos bochas, bañado en chocolate con almendras. El segundo ítem de las heladerías son los crepes. El de chocolate, es el más pedido. Calentitos, salen mucho de noche.
Otra escena primaveral es andar en bici por la ciudad. Pero entre todas las bicisendas hay una que es sublime: la que va al costado del Tíber. Acompaña casi todo el trayecto del legendario río, al borde de sus aguas verdes y pasa por debajo de los puentes romanos y renacentistas.
«En un plano más inconsciente, festejan el clima del Lazio, la variedad exuberante de su comida, la belleza de sus edificios, sus vinos, sus mujeres, su historia. Festejan estar vivos, en la Primavera, en Roma. Como le dijo a Maleva una escritora de Firenze: «nosotros los italianos tenemos la alegría y la belleza en el corazón. Si a un norteamericano le va mal, y no tiene plata para comprar cosas, está solo y desgraciado, a nosotros, la alegría de vivir no nos la saca nadie».
Por último, Roma a la noche. Los romanos son flaneurs de la noche. El romano disfruta caminar sin rumbo con algún trago en mano – desde una copa de vino hasta un balde de cerveza – por las callejuelas de los barrios de bares, brindar en la escalinata de una capilla milenaria en una plazoleta oculta, sentarse con amigos en los bordes de una fuente del siglo XVIII, pedirle a un bengalí una rosa y llevársela a una chica o ir con una botella de licor ofreciendo – cartel mediante – un shot por un beso (y el negocio después de la una de la mañana pareciera funcionar).
La salida consiste en eso, estar en la ciudad, celebrar en la ciudad. Tal vez hacer un stop en alguna barra y seguir caminando. Los romanos siempre parece que están festejando. Pero no festejan nada en concreto. O sí, pero en un plano más inconsciente, festejan el clima del Lazio, la variedad exuberante de su comida, la belleza de sus edificios, sus vinos, sus mujeres, su historia. Festejan estar vivos, en la primavera, en Roma. Como le dijo a Maleva una escritora de Firenze: «nosotros los italianos tenemos la alegría y la belleza en el corazón. Si a un norteamericano le va mal, y no tiene plata para comprar cosas, está solo y desgraciado, a nosotros, la alegría de vivir no nos la saca nadie».