Desde Buenos Aires hasta Bariloche, de un tirón, en plena pandemia

Con permiso para circular, Azul partió rumbo a la Patagonia/Crónica rutera de un viaje especial/Carreteras vacías, respirar libertad después de tantos meses de encierro, Gilda en estaciones perdidas en el desierto y quince horas non stop/Además: metros de nieve como nunca y coordenadas fascinantes

Rutas desoladas y nevadas como nunca: una postal única del invierno pandémico

Desde Buenos Aires hasta Bariloche, de un tirón, en plena pandemia. Por Azul Zorraquin (texto y fotos, desde Villa Catedral).

Escaparme de Buenos Aires nunca fue tan gratificante como ahora, después de tantos días, semanas y meses de encierro. Una frase que recuerdo del General Belgrano se hace carne en mí: “la vida es nada, si la libertad se pierde”. Amén. Paso a explicar: si bien vivo gran parte del año en la ciudad, por una de esas casualidades del nido y la identidad, tengo el DNI radicado en el Sur. Así es que, con el permiso pertinente y tomando todos los recaudos, me embarco en un viaje largo, ininterrumpido – “de un tirón – hacia la Patagonia. La consigna es simple: ingresar a las provincias y atravesarlas, pero no frenar en ellas, respirando libertad.

El camino se adentra, primero, hacia las entrañas de la provincia de Buenos Aires, para después pispear un poco de la semi árida La Pampa y su icónica Ruta del Desierto; entre Cacharramendí y 25 de Mayo, hay 200 kilómetros de ruta prácticamente en línea recta, que por ende, requieren de mucha concentración al volante. En la famosa estación de servicio que queda al final, al pie del “Hotel Cruce del Desierto”, frenamos a cargar nafta, y suena “No me arrepiento de este amor” de Gilda, a todo volumen. 

«Así es que, con el permiso pertinente y tomando todos los recaudos, me embarco en un viaje largo, ininterrumpido – “de un tirón – hacia la Patagonia. La consigna es simple: ingresar a las provincias y atravesarlas, pero no frenar en ellas, respirando libertad. El camino se adentra, primero, hacia las entrañas de la provincia de Buenos Aires, para después pispear un poco de la semi árida La Pampa y su icónica Ruta del Desierto…»

El camino desde ese punto hasta Neuquén es corto, y allí las vistas se ponen más montañosas. Asoman spots fascinantes como “Villa el Chocón” y “Picún Leufú”; el río Limay, dinosaurios que muerden carteles de “Bienvenida” y “Peligro”, acantilados y un embalse son las joyitas de este tesoro. 

Al sudeste aparece la imponente “Piedra del Águila”, y un cordón montañoso de formas irregulares, atípicas y rojizas bordeándola. “Estas formaciones tienen 70 millones de años”, nos cuenta el playero de la YPF. Esta es la última inyección de nafta que se necesita para los últimos 200 kilómetros de viaje. Antes de cruzar a Río Negro, el camino se vuelve un espiral, el asfalto helado y nevado, y la cordillera empieza a asomar, majestuosa; aunque uno ya la conozca, volver a verla, es como verla por primera vez. Wow. 

En Dina Huapi están los últimos controles y son muy amistosos si uno es residente de Bariloche. Las montañas en cordillera, el venerable Nahuel Huapi a lo lejos, y el aire helado del sur hacen que las 15 horas de viaje non-stop hayan valido la pena. “Valieron la alegría, sonaría mejor”, pienso, y tomo un trago de mate. 

«La última parada es la Villa Catedral, ubicada a 12 km de la ciudad de San Carlos de Bariloche. Son las 8 de la noche. Metros y metros de nieve – como no se vio en los últimos 20 o 30 años -, hacen que sus calles se vuelvan prácticamente intransitables. En cada camino que agarramos, hay algún auto atascado, y su dueño paleando enérgicamente contra los mazacotes blancos que son como rocas vivas…»

La última parada es la Villa Catedral, ubicada a 12 km de la ciudad de San Carlos de Bariloche. Son las 8 de la noche. Metros y metros de nieve – como no se vio en los últimos 20 o 30 años -, hacen que sus calles se vuelvan prácticamente intransitables. En cada camino que agarramos, hay algún auto atascado, y su dueño paleando enérgicamente contra los mazacotes blancos que son como rocas vivas. La llegada a la cabaña se vuelve un laberinto pero lo logramos y nos bajamos, a los tropezones, hundidos hasta la rodilla en un mar blanco y espeso. 

«Morder el asfalto en la ruta, desolada, me dio adrenalina y me devolvió la sensación de inmensidad que había perdido. Sacar la cabeza por la ventana, el viento helado en la cara, mirar acantilados, montañas y lagos, se tradujeron en placeres mundanos increíblemente valiosos. Cuando todo este calvario llegue a su fin, creo que vamos a disfrutar el doble de acariciar la arena con el empeine, el olor a pasto mojado, y ni hablar de dar abrazos y besos apretados…»

Salir del encierro y recuperar un pedazo de libertad, fue mágico. “La conocen los que la perdieron, los que la vieron de cerca, irse muy lejos”, cantaba Calamaro allá por 2004, y hoy, 16 años después, ese tema se vuelve más real que nunca, y demasiado potente.
Morder el asfalto en la ruta, desolada, me dio adrenalina y me devolvió la sensación de inmensidad que había perdido. Sacar la cabeza por la ventana, el viento helado en la cara, mirar acantilados, montañas y lagos, se tradujeron en placeres mundanos increíblemente valiosos. Cuando todo este calvario llegue a su fin, creo que vamos a disfrutar el doble de acariciar la arena con el empeine, el olor a pasto mojado, y ni hablar de dar abrazos y besos apretados.

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