Del montañismo a la copa: el camino de Pancho Bugallo para ubicar a Calingasta (San Juan) en el mapa del vino argentino / Entrevista MALEVA

Del montañismo y la cosecha de ajo, a un destino inesperado con el vino/Cara Sur: el nacimiento de la bodega y su apuesta pionera por la zona/ Sobre la federalización del vino argentino/El Valle de Calingasta, entre cordilleras e inviernos crudos.

En Casa Sur elabora vinos desde 2012, y es de los primeros que apostó a la uva criolla.

Del montañismo a la copa: el camino de Pancho Bugallo para ubicar a Calingasta (San Juan) en el mapa del vino argentino / Entrevista MALEVA. Por Paula Bandera.

Él no pensaba en el vino… aunque vivía en Barreal y había viñedos, carapese a que cuando terminó el secundario se instaló en Mendoza para estudiar Ingeniería Agraria; el vino no estaba en su horizonte. Pero la vida le fue arrimando la copa, lo fue llevando a las fincas y así se produjo ese encuentro que convirtió a Pancho Bugallo en el promotor del Valle de Calingasta como zona vitivinícola de prestigio. 

Llegar al Valle de Calingasta lleva su tiempo. La naturaleza, siempre inteligente, invita a los sentidos a desperezarse de a poco; desde la ciudad de San Juan son casi 200 kilómetros de una ruta que debería figurar en los manuales escolares para estudiar los accidentes geográficos. La cordillera de un lado, la precordillera del otro y estos cordones montañosos como dos brazos fuertes que encierran un lugar bendecido por su belleza y su gente. 

Vivir allí, sin embargo, es otra cosa: “Acá los inviernos son largos y fríos, no hay nada verde, solo un paisaje apagado donde la montaña y la nieve gobiernan todo el valle, nos metemos todo para adentro. Después empieza la primavera y se ve la otra cara de este lugar”, cuenta Pancho.

«Mi conexión con el vino empieza recién en la facultad. Yo soy montañista y empecé a estudiar agronomía porque en mi casa la opción de no estudiar no existía, no por la viticultura. En este valle yo no tengo ningún recuerdo de la infancia de viticultura; mi viejo es agrónomo y producía alfalfa y yo durante la facultad pasaba acá el verano administrando cosechas de ajo…»

Como si fueran dos valles diferentes…

Es que hay dos formas de interpretar el valle: una desde el sol y desde el calor y otra desde la montaña y desde la frescura. Para vivir acá necesitás árboles, necesitás estos pequeños oasis. Son oasis agrícolas construidos por el hombre; hay muchas parcelas chicas encerradas por álamos y sauces, y entonces uno viene por los paisajes áridos, con Hilario y Tamberías a la cabeza que son las zonas más secas, y entrás a esas viñas y te pega el aire fresco, la humedad de esa vegetación. Esa es la foto que a nosotros nos interesa, ese es el ambiente que habitamos.

Hilario es reconocido por sus viñedos centenarios. Si tenía tanta tradición, ¿por qué recién se hizo conocido estos últimos años?

Porque no había una interpretación del valle, había una viticultura de uvas que se vendían a granel, uvas comunes, y cuando se dejó de consumir vino en el país, estos lugares alejados dejaron de producir porque los costos no daban. Recién en 2008 empezó a cambiar, ahí se establecieron las primeras bodegas que volvieron a hacer viticultura.

¿Las viñas estaban activas igual?

Sí, eran viñedos que estaban productivos, pero mantenidos con el mínimo porque eran uvas que se pagaban muy mal entonces alcanzaba para podar y cosechar. Pensá que en la viticultura de desierto, si un mes no se riega, se seca… si ves una viña de 100 años, estás viendo 100 años de viticultura constante e ininterrumpida, una viña vieja significa que hubo 5, 6, 7 generaciones que ininterrumpidamente la cuidaron, mejor, peor, algún año no se habrá podado o cosechado y se habrá tirado la uva, pero alguien la mantuvo. Nunca dejaron de mirarla como una unidad productiva.

«Yo soy muy amigo de Miguel Zuccardi, gran parte de la facultad la pasé en la casa de Ana, su mamá. Nos conocimos en el ingreso y solo cursamos primer año, pero nos hicimos muy amigos. Entonces lo conocía al Seba desde ahí…»

¿Es verdad que empezaste a estudiar para ser ingeniero agrónomo sin pensar en hacer vino?

Sí, es cierto. Mi conexión con el vino empieza recién en la facultad. Yo soy montañista y empecé a estudiar agronomía porque en mi casa la opción de no estudiar no existía, no por la viticultura. Porque en este valle yo no tengo ningún recuerdo de la infancia de viticultura; mi viejo es agrónomo y producía alfalfa y yo durante la facultad pasaba acá el verano administrando cosechas de ajo. Pero empecé la facu y mis compañeros eran Miguel Zuccardi, Walter Bressia, Pulenta y en todas las casas se tomaba vino, se hablaba de vino, se vivía vino… Y también tuve un accidente que cambió las cosas.

En 2006, mi hermano y yo tuvimos un accidente en la cara sur del Mercenario, estuve internado 6 meses, nos congelamos, y después de eso estuvimos bastante tiempo sin salir a la montaña. Ahí entonces nos concentramos mucho en la profesión. Yo empecé a pensar una vida profesional relacionada con esta carrera – hasta ese momento mi vida estaba enfocada en la montaña, rendía las materias temprano para que me quedara más tiempo – y con esto que nos pasó en la cara sur cambió el formato de nuestra vida y ahí empezamos con la viticultura.

Y entonces empiezan Cara Sur vos y tu hermano.

En realidad, con Nuria, mi pareja; Santi, mi hermano, y María Paz, su pareja. Eso fue en 2011, fue el único año que vivimos los 4 acá en la bodega, que todavía no era bodega. Ese mismo año, todavía sin descubar los vinos, a Santi le sale una oportunidad para irse a El Porvenir, en Cafayate, así que ellos dos se van y en 2012 elaboramos solos Nuria y yo.

¿Y cómo fue que se incorporan Sebastián Zuccardi y Marcela Manini?

Yo soy muy amigo de Miguel Zuccardi, gran parte de la facultad la pasé en la casa de Ana, su mamá. Nos conocimos en el ingreso y solo cursamos primer año, pero nos hicimos muy amigos. Entonces lo conocía al Seba desde ahí, nosotros éramos los más chicos del grupo, les robábamos las remeras, esas cosas… y en 2011 la primera molienda la hicimos en la bodega Entre Tapias, le pedimos la máquina.

Pero en 2012 se la volvimos a pedir y no nos la prestó, entonces se la pedí a Seba Zuccardi, que éramos amigos y siempre le gustaban nuestros vinos. Me presta la moledora y elaboramos solos Nuria y yo; en 2013, me traje la máquina otra vez, me traje bines y la verdad que no sé cómo fue, pero dijimos sigamos haciendo vino juntos y empezamos las dos familias, Seba y Marcela y Nuria y yo. Aunque recién en 2017 hicimos la sociedad porque siempre fue un proyecto desde la amistad.

«Es importante informar que, cuando alguien compra una botella de proyectos así, genera un impacto en la comunidad, ayuda a que esas viñas se sostengan, a que la gente de ese lugar pueda vivir de la viticultura…»

¿Seba ya conocía Barreal en 2013 cuando te prestó la máquina?

Sí, sí. Yo me recibí en 2008 y siempre traía gente del vino para que conozca el valle. Me  traje a los Bressia, a los Zuccardi, yo traía gente porque me enfocaba en el desarrollo del lugar a través de los grandes proyectos. Pero después me di cuenta de que lo teníamos que desarrollar nosotros, la gente del valle, porque la construcción de una marca no es únicamente una inversión. Hay una diferencia muy grande si ese lugar lo vivís o si llegas a trabajar.

Y ni bien llegaste, en 2009,  ¿qué hiciste en Barreal?

Mi primer trabajo fue abrir acá la agencia del INTA, y ahí empecé a ver que, si quería vivir acá y hacer viticultura, había que desarrollarla. Así fue que me encontré con las viñas viejas de Hilario. Hilario estaba ahí perdido, toda esa uva estaba ahí y solo cosechaban 5 días en el año y se la llevaban. Acá no se producía vino y empezamos cambiar eso.

Y arrancó también el trabajo de comunicar un lugar.

Sí, nosotros hicimos el trabajo de recuperar y comunicar, pero también fue clave lo que pasó en Buenos Aires con la apertura de la gastronomía. Empezó a haber espacios para proyectos como el nuestro y restaurantes que compraban vino. Nosotros necesitamos vender y es importante informar que cuando alguien compra una botella de proyectos así, genera un impacto en la comunidad, ayuda a que esas viñas se sostengan, a que la gente de ese lugar pueda vivir de la viticultura.

Es una inversión muy clara en la Argentina; los proyectos chicos dependen del mercado interno y justamente una de las riquezas gigantes que tenemos como país vitivinícola es el consumo interno, eso nos diferencia de chile, de Uruguay, de Sudáfrica, de Australia y nos acerca mucho a los grandes países del vino. 

En algunos restaurantes importantes hay 4 o 5 etiquetas de Calingasta y eso permite que esto pase acá, eso nos permite ser proyectos independientes de la presión minera que te quieren dar limosnas todo el tiempo para agarrarte de algún lado. Te da poder para discutir cosas.

«Mientras menos cosas diga el paquete, mejor. Hay que sacarle ingredientes al vino, encima ese sacarle te abre mercados, te abre puertas. Algunos enólogos compran levaduras, le agregan bentonitas y eso estandariza al vino. Tienen un Torrontés de lugar, con valor, y lo dejan como un blanco estándar, que está bien, no deja de ser vino y hay que consumir vino, pero terminan estandarizando…»

¿Cómo ves el interés cada vez mayor que hay en los vinos de baja intervención?

Se trata de una movida de la alimentación en general, mientras menos cosas diga el paquete, mejor. Hay que sacarle ingredientes al vino, encima ese sacarle te abre mercados, te abre puertas. Algunos enólogos compran levaduras, le agregan bentonitas y eso estandariza al vino, tienen un Torrontés de lugar, con valor, y lo dejan como un blanco estándar, que está bien, no deja de ser vino y hay que consumir vino, pero terminan estandarizando.

¿Y qué pensás con respecto al enoturismo, que es algo que en Mendoza está muy desarrollado y en San Juan todavía no?

Ese es el gran desafío que tenemos los proyectos que elaboramos vino acá; lo que pasa es que es un tema que no conocemos. Pero el desarrollo va por ahí y, más allá de que nos apasiona la viticultura, el hacer vino, tenemos un compromiso real con el desarrollo del lugar. Sabemos que la actividad agrícola y la actividad industrial tienen un techo en el desarrollo, y el turismo y la gastronomía te levantan ese techo. Eso va a permitir que muchas personas con capacidad, pero sin capitales extraordinarios, puedan desarrollar su propio proyecto.

De las 200 botellas a las 40 mil, dando pequeños pasos, poniendo marcas en el camino, la cima se va dibujando y su imagen está cada vez más cerca. No hay dudas de que, con su carácter de montañista, Bugallo podrá hacer cumbre y logrará, junto a sus compañeros y colegas, que el Valle de Calingasta logre el lugar que se merece en el mercado vitivinícola mundial.

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Fotos: son todas gentileza de Cara Sur.