Decíamos al final de la primera entrega de las Crónicas del Norte que para los islandeses, el invierno es una zona compleja, un tiempo que mejor que suceda rápido, al que nunca se acostumbraron con gusto porque la noche los encierra durante enero y febrero y no vuelve a haber ninguna rendija de luz hasta marzo. Antes, me contaron unas chicas en un bar frente a la costanera de Reikiavik, al invierno además le tenían miedo. Por antes pongamos antes de que haya luz eléctrica, cuando con las sombras proliferaban historias sobre seres paranormales, de leyenda, que aterrorizaban a la gente. No con candidez de gnomos inquietos sino con auténtica crueldad.
«Antes, me contaron unas chicas en un bar frente a la costanera de Reikiavik, al invierno además le tenían miedo. Los Trolls, que para nosotros son unos duendes de juguete que estuvieron de moda en los noventa, para ellos eran seres malignos que salían de noche, y durante el invierno, la noche era siempre.»
Los Trolls, que para nosotros son unos duendes de juguete que estuvieron de moda en los noventa, para ellos eran seres malignos que salían de noche, y durante el invierno, la noche era siempre. Venían hasta sus casas, sobre todo las alejadas en el campo, a robarles a los chicos para comérselos, y si alguien se resistía lo mataban. O también te extorsionaban, te pedían comida, mucha, la mitad de lo que aprovisionaste para pasar el invierno, y si te negabas, al que salaban era a vos. Miedos atávicos, la noche, el frío, el mal que por ahí anda rondando. Todos los pueblos le tuvieron respeto, en mayor o menor medida, a la noche, pero imaginen lo que maquinan las cabezas de un pueblo en el que el día no llega para espantar fantasmas.
«La noche de la capital más al norte del mundo es, más que nada, provinciana y retro. Sweet Child of Mine de los Guns, mesas de pool, tragos clichés (mucha cerveza, mucho gin tonic) con la excepción de su aguardiente al que califican de infame, el Brenivín, su bebida nacional, hecha con papas.»
De la noche de hoy de Reikiavik, y volviendo a un plano más terrenal y ligero, se dicen muchas cosas. Que es cool, liberal y que está llena de bares innovadores. Por noche, en mi caso, en el verano islandés, me refiero a las horas entre las 9 pm y las 4 am. La noche de luz, la que establece el reloj y nada más. Dos datos se me grabaron fuerte antes de viajar: que Reikiavik es la ciudad con más poetas per cápita, y también con más bares per cápita. Lo primero es medio incomprobable. Lo segundo, no me puse a contarlos, pero diría que es falso.
La noche de la capital más al norte del mundo es, más que nada, provinciana y retro. Sweet Child of Mine de los Guns, mesas de pool, dardos, tragos clichés (mucha cerveza, mucho gin tonic) con la excepción de su aguardiente al que califican de infame, el Brenivín, su bebida nacional, hecha con papas. Y también tiene de provinciana que a los chicos les gusta mostrar sus autos, en círculo, van y vienen. Un Moebius de ceros kilómetros y música electrónica. Pero cero kilómetros deluxe en serio: en mi primera noche en Reikiavik conté tres corvettes y dos porsches.
Se ven los rastros de la plata fácil que tuvieron desde la década del setenta hasta el crack de 2008. Paréntesis: sobre las huellas de ese crack en el país que metió presos a sus banqueros no me voy a explayar porque no se ve ninguna, son nulas. No hay rastro alguno de pobreza. “Siempre fuimos pobres pero éramos felices”, me dice Liliá, 28 años, enfermera y ojos azules redondos como de animé, tomándose el primero de siete chops de cervezas. “Cuando acá empezó a haber plata, lo único que empezó a interesarle a la gente fue ser ricos, comprarse el último auto, nos volvimos más egoístas”, me comenta masticando unos fingers de pollo con la boca semi abierta y golpeándome el hombro.
Las chicas son tipo Barbie. La naricita, el pelo dorado y largo, las piernas largas y sólidas, y el metro 75 mínimo. Aunque su actitud – tal vez por suerte – no es de barbies. Pasar de Italia acá es pasar del mundo de lo sensual y lo estético a una actitud sobria, descuidada, muy relajada. La gente no se arregla. Jean, remera, o un equipo deportivo. Como si hubiera un pudor luterano en embellecerse. Con la comida también son simplones al extremo. ¨Recomendame un buen plato islandés¨, y te recomiendan una sopa con zanahorias y pedacitos de carne. Una tesis medio al voleo: a los islandeses no les sale disfrutar de los placeres sensitivos de la vida.
«Las chicas son tipo Barbie. La naricita, el pelo dorado y largo, las piernas largas y sólidas, y el metro 75 mínimo. Aunque su actitud – tal vez por suerte – no es de barbies. Pasar de Italia acá es pasar del mundo de lo sensual y lo estético a una actitud sobria, descuidada, muy relajada. La gente no se arregla. Jean, remera, o un equipo deportivo. Como si hubiera un pudor luterano en embellecerse.»
El único lugar de la noche de Reikavik donde hay cola, y por eso me metí con un polaco (broker que vive en Londres) y una suiza (acompañante terapeútica en Zurich) de quienes me hice amigos en la excursión a los geiseres, donde hay movimiento, donde hay patovicas y la gente negocia la entrada para entrar, y que se llena a fondo, es el karaoke. Igual a cualquier Karaoke del planeta. Te entregan una carpeta negra con páginas gastadas y plastificadas, elegís la canción (Queen, Aerosmith, Nirvana, Guns de nuevo, Britney Spears), esperás tu turno y cantás. El público, eso sí, le pone ganas y aplaude a todos.
«¿Y Björk? Es invisible, no hay referencias, no la nombran. No hay tours temáticos por la casa en que nació, por los escenarios en que la adolescente punk, con ojos rasgados y voz punzante que se convertiría en la vecina de Reikiavik más famosa de la historia, agarró el micrófono las primeras veces, no hay una plaza con su nombre. Nada. ¿Envidia generalizada? ¿De nuevo una variante del pudor luterano pero esta vez al éxito? ¿La máxima de que nadie es profeta en su tierra llevada al extremo?»
¿Y Björk? Es invisible, no hay referencias, no la nombran. No hay tours temáticos por la casa en que nació, por los escenarios en que la adolescente punk, con ojos rasgados y voz punzante que se convertiría en la vecina de Reikiavik más famosa de la historia, agarró el micrófono las primeras veces, no hay una plaza con su nombre. Nada. Tampoco ningún cartel en el aeropuerto que diga que llegaste a la tierra de Björk, ni en los hostels, y nadie te saca el tema orgulloso. Ella nunca renegó de su país, de hecho sigue yendo todos los años (está instalada en Londres) e insistió varias veces en que es «de una nación de buena gente», pero lo cierto es que no aparece. De hecho, dos veces me comentaron «¿supongo que habrás oído hablar de Halldór Laxness (Premio Nobel islandés de literatura)?», pero nada de ella. Hay una disquería chiquita con discos de pasta en la vidriera, en el centro de la capital, que supuestamente era de la cantante, aunque ahí lo mismo, nadie lo confirma, no hay ni una placa.
En Akureiri le pregunté sobre Björk a un islandés que atendía en un local de sandwiches gigantes (ya ampliaremos) y su respuesta lacónica fue: «ah, sí, es de acá .» ¿Envidia generalizada? ¿De nuevo una variante del pudor luterano pero esta vez al éxito? ¿La máxima de que nadie es profeta en su tierra llevada al extremo? ¿Despecho porque no vive más en Islandia? ¿O un reconocimiento que prefieren no exhibir y guardárselo? Debe ser un poco de todo eso. El descubrimiento no es menor: en Islandia ignoran a Björk.
En definitiva: lo mejor de este país, pude constatar, no es precisamente la noche (o tal vez no la supe descubrir que es una posibilidad, claro). Creo que, sin embargo, no deja de tener algo especial que debe haber cautivado a mucha gente: que es la noche más al norte del planeta, y entonces, hasta tomarte una cerveza en una barra cualquiera, ya adquiere una dimensión épica de: «mirá donde estoy». La magia de este país está afuera de la ciudad, en los paisajes enormes y casi místicos. Al otro día fui a comprar mi pasaje a Akureiri, 400 km de distancia, la ciudad más al norte de Islandia, a 30 km del Círculo Polar Ártico.
foto: cc.Moyan Brenn