Por Alejandra Koser
Las canciones que nos gustan tanto.
Ahora que están en el programa La Voz, de Telefe, y giran sonrientes en las sillas, y giran por todos lados, con un espectáculo que se llama Magistral, y están nominados para muchos premios Gardel, Miranda! nos sigue poniendo contentos. Para ir a verlos al Luna Park, me puse el sweater verde con corazones, no así los chupines, porque no tengo. El panorama, niños agarrados de mamá y sillas numeradas, me predispuso para el asunto de por sí algo infantil de integrarme al público, ser una espectadora eufórica y agradecida durante dos horas de canciones bonitas, rimbombantes, bailar antes de que se me terminen los veintes.
Cuando saqué la entrada sentí que me estaba dando un gusto retroactivo. Como un homenaje. Los homenajes no son para pasarla bien, pueden arrancar con una voluntad sentimental más o menos aceptable, y suelen ponerse penosos en la ejecución, los aplausos y las lágrimas, el problema de dar y recibir reconocimiento, algo que en general está en pugna, tan abundante y accesible en estas ocasiones, obligatorio; homenajear como una acción que estropea lo que quiere hacer brillar, que aja, de ajar. Todo esto es especialmente embarazoso en los homenajes autogestionados como el mío. En el intento de lograr satisfacción demasiado tarde. En la entrada en calor del espectáculo, todos sentaditos, las nenas con vinchas, sobreabrigadas, masticando golosinas crocantes, gritaban de a ratos como en un cautiverio no tan terrible, y soporté con cariño las sutiles diferencias que te ponen fuera de lugar, porque ya no tengo las mismas inquietudes que a los veintiún años cuando empecé a escuchar a Miranda!, o bueno, un poco sí, pero nunca tuve tantas ganas de gritar. Sospeché que lo que me llevó a comprar la entrada por internet como haciendo una picardía con la tarjeta de crédito, fue una de esas motivaciones truculentas, de la gente que va a complacerse con sus bandas de juventud inclusive desmembradas, a solistas rodeados de reemplazos, para escuchar de nuevo una música primordial cobrando el estatus del presente, el soundtrack lo que supieron ser, una resucitación que nadie festeja.
A principios del 2004 me fui de vacaciones a Mar del Plata con las chicas de la Facultad. Había cortado por cuarta y última vez con un novio que me dejaba cada seis meses y encaré el verano con disciplina: tardes en la arena sin protector solar hasta morirnos de frío con la sombra de las seis, pegarnos un baño en el monoambiente alquilado de a cuatro y secarnos el pelo con secador, el tequila barato a la noche. Esa rutina rígida de diversión sin embargo tenía una brecha, justo entre las hamburguesas con ketchup y el taxi a Gap, un momento con la piel ardida y el olor a toallones húmedos, cuando las otras se dormían un rato: ahí me daban ganas de llorar. En un minicomponente teníamos un cd de Miranda!, y empecé a escuchar atenta una novedad, un sonido que me sorprendía en el medio del disparate emocional.
En el Luna Park nos paramos de golpe cuando apareció Miranda!, y un chico con anteojos en la fila de adelante, pegado a la cintura de una mujer de rulos, se dio vuelta en el margen de maniobra que le permitía estar amorosamente sujeto por ella de su polarcito gris. Era tan bajo que no llegaba a ver el escenario, cruzado de luces de colores y cuerpos vestidos como motos de carreras, llamaradas estampadas en el pecho de Juliana y las botamangas de Ale, el cantante flaquito. En cambio me miraba a mí, revoleando los brazos con Yo te diré, y entonces traté de ser más constante y rítmica, no decaer, para que el pobre se entretuviera, y estábamos en eso cuando le pegué un manotazo a un señor de traje que pasaba oportunamente por ahí. En la semioscuridad de ese pasillo, el espacio que separaba la platea central de la platea a secas, el hombre giró la cabeza y me pidió disculpas con el brazo como en un túnel de hermosas intenciones. Lo que me gustaba tanto de Miranda! todavía ejercía su influencia: un modo de envolver todo con entusiasmo, hasta la tristeza del amor.
Ale tomaba el micrófono con el brazo en un gancho suspendido de boxeo, parecía sostenido desde el codo, como una marioneta, y caminaba y se iba, y subía teatral las cejas negras, la dejaba a Juliana cantando Una voz en el teléfono, algo mecánico en los movimientos, la veta corporal que supieron explotar los payasos. Disfruté la visión de todos los artificios porque me gusta pensar que la alegría puede tener trucos, que se puede planificar. Lolo, con la cabeza atigrada, nada de elevarse en un arnés como en shows anteriores, bailaba atornillado en el piso, un centro de atención movedizo y psicodélico. Ale se fue sacando ropa hasta que terminó en cueros, y un poco después las bucaneras de Juliana, los pechos de Juliana, prevalecían en la escena. Cuando metieron a Emmanuel Horvilleur con un ajustado pantalón amarillo se terminó de reventar la corriente tierna y el espectáculo se puso alegremente sensual. Pensé en la veces que me dijeron por qué escuchás a esos afeminados y yo los vengué desde adentro con una calentura sutil, imposible, de las que te hacen salir a correr.
El nene de anteojos de adelante no vio nada. Unos adolescentes levantaban mucho los brazos pero nadie se movía del radio de sus butacas. La euforia así, con comodidad, con orden y aire fresco que entraba por la salida de emergencia, fue una cosa linda de vivir. Salí y me compré una remera que tardé mucho en probarme porque tenía olor a insecticida. La noche que la usé, lavada con suavizante, un amigo me vio en el recital que pasan por Direct tv. Tenías un sweater verde y te vi bailar en un microsegundo, de casualidad, porque mi hijita prendió la tele y no quiso cambiar, me dijo. No quiso cambiar.
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