«Son pocos los restaurantes que me fascinan y Cantina Mandia, en Colegiales, es uno de ellos. Dos hermanas y un lugar tan hermoso como valiente…»

Cada mes, en MALEVA, el periodista gastronómico Rodo Reich revela uno de sus restaurantes favoritos de Argentina. Lugares que lo fascinan. No cualquier cosa. El primero fue Grau Cebichería, en el barrio de Abasto. Ahora le llega el turno a Cantina Mandia (Zapiola 1218) uno de esas propuestas que miran al pasado para escribir un mejor futuro. Pequeño y enorme lugar, de la mano de dos hermanas, en una tranquila calle de Colegiales.

María Eugenia y Franca Mandia frente a su local de Colegiales (Zapiola 1218) con espíritu joven y un jardín precioso detrás. 

«Son pocos los restaurantes que me fascinan y Cantina Mandia, en Colegiales, es uno de ellos. Dos hermanas y un lugar tan hermoso como valiente…» Por Rodolfo Reich para MALEVA. Fotos: Alexis García Sánchez (Alesso) para MALEVA.

“Lo viejo funciona, Juan”. Hermosa y viralizada frase de El Eternauta, salida de los labios de Favalli, que en épocas de modernidades apocalípticas recorre la historia argentina a costa de autos como el Ford Taunus, el Renault 12, el Torino y La Estanciera, entre otros. Tan poderosa resonó esta afirmación que rápidamente escapó a la pantalla para convertirse en un alarido de resistencia de uso múltiple: se puede aplicar a lo que sea, incluso -y tal vez con especial fuerza-, a la comida.

Los que escribimos sobre gastronomía lo sabemos: vivimos en una tensión entre lo viejo y lo nuevo, entre el pasado y lo que propone el futuro. De un lado, la tradición, esos platos humeantes de la infancia, el nacionalismo patrio: bodegones, cantinas, restaurantes populares ofreciendo asados, milanesas, ravioles y sorrentinos, revueltos gramajo y buñuelos de acelga. Del otro lado, aparecen los rebeldes, los que quieren cambiar el status quo trayendo otros sabores, que podrán ser del mundo (cebiches, sushi, currys y tanto más) o de la imaginación del cocinero, con platos de autor de raigambre menos evidente. “Lo viejo funciona” vive en esa tensión, en la nostalgia por tiempos felices, pero con el riesgo del conservadurismo, contra los cambios, los experimentos, el juego.

«Lo viejo, si son vicios gastronómicos, no siempre funciona. Es por esto, o mejor dicho, como respuesta a esto, que Cantina Mandia es tan hermoso. Es por esto que Cantina Mandia es tan valiente. Es por esto que Cantina Mandia es uno de mis lugares favoritos en la ciudad. Un lugar con los pies puestos en la tradición, conducido por mujeres jóvenes, que ofrece una cocina actual que resuena con fuerza en el ADN argentino…»

Acá una primera bajada de línea personal: no, lo viejo no siempre funciona. Buenos Aires y toda la Argentina están repletas de restaurantes que, escudándose en una supuesta tradición, caen en vicios gastronómicos poco atractivos. Cocinas sucias, ingredientes baratos, aceites quemados, rellenos anónimos (“mejor no saber qué hay en esa lasaña”), quesos berretas, manteles manchados, menús interminables alimentados con latas en conserva. Y es por esto, o mejor dicho, como respuesta a esto, que Cantina Mandia es tan hermoso. Es por esto que Cantina Mandia es tan valiente. Es por esto que Cantina Mandia es uno de mis lugares favoritos en la ciudad. Un lugar con los pies puestos en la tradición, conducido por mujeres jóvenes, que ofrece una cocina actual que resuena con fuerza en el ADN argentino.

Cantina Mandia no nace de un repollo (acá hay una estirpe)

Cantina Mandia no nace de un repollo; en cambio, hereda una estirpe forjada en bodegones porteños. “Mi bisabuelo, nacido en Italia, abrió Don Carlos en los años 50, un bodegón en Billinghurst y Valentín Gómez. Ahí comían obreros y puesteros que estaban en el Mercado del Abasto”. La que recuerda la historia es María Eugenia Mandia, socia junto a su hermana Franca de esta cantina. Y el Don Carlos del que habla supo convertirse en un emblemático bodegón donde comían actores, actrices, políticos y más personajes del jet set vernáculo. “Más tarde abrieron una cantina, Luigi, que la tuvieron hasta 2015. Yo nací ahí, entre los platos de pastas que preparaba mi nonna”, continúa.

«Cantina Mandia no nace de un repollo; en cambio, hereda una estirpe forjada en bodegones porteños. “Mi bisabuelo, nacido en Italia, abrió Don Carlos en los años 50, un bodegón en Billinghurst y Valentín Gómez. Ahí comían obreros y puesteros que estaban en el Mercado del Abasto”. La que recuerda la historia es María Eugenia Mandia, socia junto a su hermana Franca de esta cantina…»

Cantina Mandia es así auténtico por lazo de sangre, sin necesidad de artificios, sin imitar el pasado forzando una estética, sin banderines futboleros en las paredes o marquesina con fileteados tangueros. Tal vez por esto, sabiendo de dónde vienen, es que estas dos hermanas armaron un lugar que se aleja de estereotipos, coqueteando con lo nuevo y lo viejo con soltura. El lugar es claramente joven, ubicado en un barrio hispter como Colegiales. Un salón pequeño (con mesas demasiado juntas), un precioso jardín atrás que duplica el espacio (cuando el clima lo permite), algunas fotos de familia junto con ilustraciones modernas, una hermosa selección de vinos en su mayoría de bodegas chicas, buen aceite de oliva, un horario incómodo (abre de mediodía, sumando apenas dos noches, las del viernes y del sábado), y una carta donde aparecen emblemas de la cocina argentina, esa que en los puertos.

«El lugar es claramente joven, ubicado en un barrio hispter como Colegiales. Un salón pequeño (con mesas demasiado juntas), un precioso jardín atrás que duplica el espacio (cuando el clima lo permite), algunas fotos de familia junto con ilustraciones modernas, una hermosa selección de vinos en su mayoría de bodegas chicas, buen aceite de oliva, abre de mediodía, sumando apenas dos noches, las del viernes y del sábado, y una carta donde aparecen emblemas de la cocina argentina, esa que en los puertos…»

Ahora, en invierno, hay unas deliciosas albóndigas con salsa de tomate, tiernas y desmenuzables ($10000). Hay también pascualina ($17000), milanesa de pollo ($13000), la clásica tapa de asado al horno ($13000), unas costillitas de cerdo de aires italianos, con salvia, ajo, vino blanco y limón ($14000), unas siempre bienvenidas berenjenas a la parmesana ($14000).

Lo que nunca faltan son las pastas, emblema de la casa, con receta aprendida de la nonna (aunque con un dente que -me permito dudar- es más contemporáneo) y que incluye los fusilli al fierrito con salsa a elección (elijan putanesca, $18000), unos agnolotti de ricota con manteca de hierbas, arvejas y limón ($19000), unos hermosos mafaldine (una cinta larga y ondulada) a la boloñesa a $18000. Se suman algunos platos más, sándwiches, unos piqueos (arancini, croquetas, fritelle, zeppola), un típico mostrador donde elegir raciones de ciambotta, de caponata, de porotos con criolla de hinojos asados. Es una carta completa, exhaustiva, sin ser kilométrica. De postre, claro, almendrado con charlotte ($9500), flan mixto ($7500), pera al vino blanco con crema ($8000).

Los precios en julio de 2025, se ve, son muy cuidados, buscando y protegiendo al habitué, al que viene a almorzar varias veces a la semana (hay incluso plato del día promocional). Esta política llega a cada rincón de la carta: el vino más económico de la casa es, por ejemplo, el tan querido Etchart Torrontés, a $8000. Difícil encontrar otro lugar en Buenos Aires con una mirada y clientela joven como Cantina Mandia, donde haya un vino en este segmento de precios.

«Lo que nunca faltan son las pastas, emblema de la casa, con receta aprendida de la nonna (aunque con un dente que -me permito dudar- es más contemporáneo) y que incluye los fusilli al fierrito con salsa a elección o unos agnolotti de ricota con manteca de hierbas, arvejas y limón. También tienen un típico mostrador donde elegir raciones de ciambotta, de caponata, de porotos con criolla de hinojos asados. Es una carta completa, exhaustiva, sin ser kilométrica. De postre, claro, almendrado con charlotte, flan mixto, pera al vino blanco con crema…»

Cantina Mandia es así una síntesis, herencia y juventud, futuro y respeto por sus orígenes. Buenas materias primas, producto de estación, técnica profesional en la cocina, precio barrial, trato amigable, clientela variopinta (de veinteañeros a familias enteras con chicos), los platos de siempre y algunos permisos. Y más que nada, es un restaurante donde se come rico, donde se la pasa bien. ¿Qué más se le puede pedir?