Qué hacer con Barbie, cómo hacerla feliz (¿Se puede jugar con Barbie?)

 

 
Por Alejandra Koser
La primera vez que escuché sobre las Barbies fue en el jardín, conversando con Mili. Estábamos poniendo cada cosa en su lugar, ella con sus cien hebillas plateadas atajándoles los rulos, las tacitas de plástico en una caja, la plancha en otra, desarmando la escena donde jugábamos a las tareas domésticas, unos juegos bárbaros, sí, para aprender a ser mujeres, y me dijo que ella, en su casa, tenía una muñeca articulada. Me lo dijo confidente y en riesgo, como una presa le dice a otra presa que ayer se enamoró.
No me animé a indagar, me dio pudor no saber de qué se trataba, quedarme afuera de lo bueno de la vida. Después le pregunté a mamá qué era una muñeca particulada mientras ella me desabrochaba el guardapolvo amarillo. Me explicó la parte funcional del asunto: que las articulaciones, los codos, las rodillas, se pueden doblar. Por supuesto que yo quería participar de esa experiencia, y sospechaba que había algo más en todo eso, entonces obtuve una Barbie Hawai de piel dulce de leche y pareo floreado, y si bien le torcía las piernas y los brazos con un crack sutil y adictivo,  no llegaba a disfrutar la ventaja con respecto a las muñecas conocidas hasta el momento, las peponas, Pitufina, y la mejor, la que tenía pretensiones didácticas y se había convertido en una especie de monstruito: una que, bautizada Celina por el fabricante, venía con un disco de teléfono pegado en la panza.
Con Barbie en cambio no sabía qué hacer.
No se trataba de ser maternal. Era una adulta delgada y rígida, más allá de sus movimientos eventuales, con el pelo rubio y largo para hacerle trenzas, y se podía vestir con mil prendas, pero no como a un niño del que una se tiene que ocupar, un bebito que necesita a su madre ante todo por las deficiencias de motricidad con las que nació. No. Con Barbie mis atenciones eran las de una asistente. Y una vez resuelto el look, puesto el pareo, terminado el peinado, el problema era cómo seguir.
Necesitaba compañeras para interactuar. Entonces Mili iba a casa y las dos sosteníamos nuestras criaturas de la cintura y las hacíamos hablar con un tono reservado para ellas, un poco robado de las novelas de Verónica Castro: oye, tú, vámonos. Pero no sabíamos adónde hacerlas ir. Teníamos un auto y una casa, nos faltaba una aventura, un lugar donde las cosas pasaran de verdad. Y Barbie se fue a esquiar.
Dos paquetes de azúcar sobre el piso de mi habitación parecían suficientes. Me hubiera gustado abarcarlo todo con blancura como un Chapelco majestuoso pero no disponíamos de tanto, y nos conformamos con que una montaña derretida se impusiera bajo los pies arqueados de esta Barbie Hawai que había decidido probar otros destinos. Mamá entró a la habitación, los ojos marrones en suspenso, primero se quedó callada, después dijo que ese día, justo ese día, había encerado el piso. Barrió la nieve en una maniobra veloz, fantasmal.
Qué hacer con Barbie.
Cómo hacerla feliz.
Cómo colgarle el bolsito de playa en su hombro mini, sin que se deslice por su brazo largo y se caiga.
Cómo ayudarla a caminar con sus tacos aguja.
Cómo verla cenar con autonomía, sin alimentarla como siendo una enfermera.
¿Eh?
No se puede jugar a las Barbies y en ese fracaso está el poder de su perduración y la desgracia; el problema no es su apariencia, el famoso estereotipo estilizado, no es sólo eso lo que vino a enseñarnos, sino la postura de quedarse quieta mientras le barren el mundo, la impotencia y la incapacidad de necesitar, de descansar y encontrar consuelo en unos brazos humanos. Alguna herencia velada hay, un mensaje que interpretamos. Las noches que vamos en taxi a divertirnos con amigas. En el círculo de nuestra risa de a poco nos vamos creyendo las mejores del mundo. Tenemos miedos como edipos y carteras con cadenas. Valoramos mucho que el señor de la puerta del bar de Palermo nos diga buenas noches. Y que use sobretodo. Queremos tragos con azúcar, construir tranquilidad alrededor de un vaso pegajoso. Apretamos la cartera para no perdernos la vibración del celular, del mensaje entrante que no entra. Hablamos con extranjeros, se nos seca la boca. Tenemos calor y tememos por la prolijidad de nuestro pelo, más tarde no. Más tarde nos metemos los dedos entre los mechones, debajo de un bretel, en la presilla del pantalón. Vamos al baño a hacer pis y mirarnos en el espejo. Compramos nuestras bebidas, decimos ey no, mi whisky me lo pago yo, cautivamos con nuestros artilugios de chicas guachiguau. No nos planchamos nosotras mismas las remeras.