No es novedad que vivimos sometidos a un constante flujo de información. Nuestro cerebro recibe más de lo que puede procesar, y para interactuar coherentemente con el medio tiene que seleccionar qué retiene y qué deja pasar. Eso sucede en el punto neurálgico de procesamiento de datos sensoriales. Pero… ¿qué pasa con otros estímulos, de índole diferente?
A nivel emocional también estamos permanentemente activos, percibiendo, eligiendo, actuando. Lo notable es que de muchas de estas elecciones no somos tan conscientes: son respuestas predeterminadas por nuestra historia, por nuestros condicionamientos, por nuestra educación. Las reacciones del cuerpo físico son un poco más previsibles, aunque la mayoría de las veces pasan menos por una elección que por una cuestión de supervivencia.
«Voy andando en bicicleta a una buena velocidad. Como es un día despejado, puedo sentir el calor del sol en la piel y la fuerza que hacen mis músculos al pedalear. Me siento bien, disfruto de todo (¡esto sí puedo elegirlo! Las emociones responden al deseo). Mis pensamientos vagan un poco, sin un foco específico. Este es un momento para dejar que la mente descanse, libre de cualquier función intelectual compleja.»
Veamos un ejemplo práctico: voy andando en bicicleta a una buena velocidad. Como es un día despejado, puedo sentir el calor del sol en la piel y la fuerza que hacen mis músculos al pedalear (mi cuerpo funciona casi solo, percibo su accionar pero no decido qué sentir). Me siento bien, disfruto de todo (¡esto sí puedo elegirlo! Las emociones responden al deseo). Mis pensamientos vagan un poco, sin un foco específico. Este es un momento para dejar que la mente descanse, libre de cualquier función intelectual compleja.
De repente, un auto se cruza, invadiendo la bicisenda y poniéndonos en riesgo a todos (cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia). Muchos mecanismos se desatan al instante: físicos, para protegerme de la mejor manera posible. Emocionales, en forma de susto, bronca, agitación, -entre otras- y mentales: el cerebro se enfoca en las acciones que deberá llevar a cabo para resolver la situación. El instinto me protege, las emociones se disparan, el pensamiento se enfoca.
«Puedo elegir cómo reaccionar cuando la situación ya se generó (las emociones se disparan tan velozmente que, si hay tendencia previa hacia el escándalo, puede ser necesario un tiempo de reeducación en este sentido). Puedo elegir tener un cuerpo fuerte, flexible, con los sentidos a flor de piel, que responda eficazmente ante los estímulos más diversos.»
¿Qué está en mis manos elegir? Casi todo. Excepto las reacciones instintivas para proteger mi integridad física, puedo seleccionar el nivel de atención que pongo en lo que hago, actuando así en la prevención (pensémoslo como algo amplio: no sólo para prevenir un accidente sino también para anticiparme a una consecuencia que no deseo, en cualquier ámbito). Puede elegir cómo reaccionar cuando la situación ya se generó (las emociones se disparan tan velozmente que, si hay tendencia previa hacia el escándalo, puede ser necesario un tiempo de reeducación en este sentido). Puedo elegir tener un cuerpo fuerte, flexible, con los sentidos a flor de piel, que responda eficazmente ante los estímulos más diversos.
Lo notable es que en general apenas prestamos atención a esas elecciones, dejándolas libradas a la espontaneidad del momento. Pero, pienso: ¿qué pasa si entrenamos para expandir nuestra capacidad de decisión en estos instantes menos fáciles? ¿Cuánto ganamos si al instinto sumamos la conciencia, para elegir una reacción que evite un conflicto? Yo creo que cada esfuerzo en este sentido vale la pena: al fin y al cabo, todos tenemos mucho para ganar.
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