MALEVA en Finlandia, nuestra cronista Azul Zorraquin se desplazó hasta la Laponia. Es uno de los lugares más al norte del planeta; todo el país está a más de 60 grados de latitud, y un cuarto, sobre el Ártico; Rovaniemi, la capital, es el destino más atrayente de la zona, y la leyenda cuenta que fue el hogar del eterno Papá Noel; pero Azul ya se había decidido a pisar largo, así que voló hasta la intrigante y seductora Kittilä
Cuando hace menos de cuarenta grados bajo cero, se recomienda no estar más de veinte minutos al aire libre
«Paralelo 66 al norte: así fue mi viaje a la Laponia (un frío exagerado y auroras boreales que nunca voy a olvidar)». Por Azul Zorraquin desde Laponia (texto y fotos).
La Laponia finlandesa es un paraíso níveo. La primera inhalación de aire helado afuera del aeropuerto me congeló los pelos de las fosas nasales y pensé, aterrada: no sé si tengo abrigo suficiente para sobrevivir (literalmente) a este nivel exagerado de frío. Las copas de los árboles y los techos de los autos se adornaban con bodoques grotescos de masa blanca. No sabía que fuera posible acumular tal cantidad de nieve en forma ascendente. Las letras que anunciaban “Bienvenidos, Aeropuerto de Kittilä” directamente se habían vuelto ilegibles producto de incesantes nevadas.
Un camino ondulante y aterrador por asfalto congelado, une a Kittilä con Äkäslompolo. “¿A qué hotel vas? Acá llevamos a cada uno a su destino”, me anunció el chofer del bondi en un pésimo inglés, después de cargar mi valija. Yo iba a 7 Fells Hostel, que tenía como 4,7 estrellas en Hostel World; la única referencia con la que contaba. El lugar me resultó fascinante desde que me subí a ese micro. Los árboles, altos, se golpeaban entre sí, en dominó, porque íbamos bastante rápido, y el resto de los viajeros, como yo, tenían las narices pegadas a las ventanas y miraban azorados.
«La primera inhalación de aire helado afuera del aeropuerto me congeló los pelos de las fosas nasales y pensé, aterrada: no sé si tengo abrigo suficiente para sobrevivir (literalmente) a este nivel exagerado de frío. Las copas de los árboles y los techos de los autos se adornaban con bodoques grotescos de masa blanca…las letras que anunciaban “Bienvenidos, Aeropuerto de Kittilä” directamente se habían vuelto ilegibles producto de incesantes nevadas.»
El chofer me dejó en la calle principal, y tuve que arrastrar mi valija unos cuantos metros, entre copos y copos de nieve acumulada, quién sabe desde cuándo, hasta llegar a la cabaña de madera roja gastada. Era soñada, por dentro y por fuera. Me sentía sumergida en un cuento de dibujos animados y pensaba: podría quedarme todo el día mirando por estas ventanas, contemplando toda esa nieve, observando cómo se acumula y pensando en cómo se seguirá acumulando, eternamente. Ese pensamiento de acumulación me dio terror, junto a la idea de que una avalancha pudiera borrar del mapa este lugar tan mágico y especial.
Era medianoche, y la cabaña tenía un dejo de aroma a café y a medias mojadas. Era el momento clave para ir a ver-si-se-veían las auroras boreales. Me vestí como para ir a la guerra: doble calzoncillo largo, dobles medias, remera térmica, polera, sweater, chaleco, campera, campera, gorro, guantes. ¿Exageré? Todo lo contrario. El termómetro en la calle principal del pueblo marcaba -30 grados de sensación térmica. La caminata hasta el lago tomaba unos diez minutos; unas cuadras por la principal y después a la derecha en una estación de servicio que parecía sacada de una película de suspenso de los hermanos Coen. Parecía simple y cerca, pero después entendí que exponerse a ese nivel de frío se vuelve atemporal y los minutos son a cuentagotas. El tiempo se congela; pero la adrenalina me ganaba y llegué al lago, entre tropezones, con media pierna hundida en la nieve, con las pestañas escarchadas, alumbrando con la linterna prendida porque justamente no se veía nada, (es la clave para ver las auroras).
«Era medianoche, y la cabaña tenía un dejo de aroma a café y a medias mojadas. Era el momento clave para ir a ver-si-se-veían las auroras boreales. Me vestí como para ir a la guerra: doble calzoncillo largo, dobles medias, remera térmica, polera, sweater, chaleco, campera, campera, gorro, guantes. ¿Exageré? Todo lo contrario. El termómetro en la calle principal del pueblo marcaba -30 grados de sensación térmica…»
Cuando finalmente logré acostumbrar mis pupilas a semejante negrura, me ubiqué en la laguna – congelada – de Äkäslompolo y mientras erguía mi cuello hacia el cielo, supe inmediatamente que nunca más, me iba a olvidar de ese día. Ni que quisiera. Ondas verdes de luz verde, fluorescente, rabiosa, serpenteaban el cielo, y algunos destellos violetas y rosas se colaban en esa coreografía celestial. Creo que cualquier director de orquesta podría leer estos movimientos y transcribirlos en corcheas, blancas, y negras, ordenadas, lógicas y del más allá, como si alguien, en otra dimensión, nos estuviera transmitiendo algo. “¡Los muertos están haciendo una fiesta!”, escuché decir a un grupo de amigos ingleses que tenía a unos metros. Saqué mi cámara y traté de capturar el fenómeno, pero mis fotos no le hacían justicia. Me hubiera quedado toda la noche, acostada contemplando el cielo, hipnotizada. Pero 20 minutos es el límite temporal del congelamiento, por lo menos psicológico, sobretodo después de sacar fotos; sentía que la piel de mis dedos se descascaraba, muerta, y que probablemente cuando llegara al hotel, mis articulaciones habrían sucumbido ante el frío polar, cruel y helado, del Ártico. Pensaba: “estoy metida en un freezer, como los hielos en casa, pero al doble de frío”.
A la vuelta, próximo a la estación de servicio con luces de neón y un aspecto de escenario criminal, vi un bar, a través de ventanas amarillentas y empañadas. Escuché música y me metí no sólo porque me divertía entender de qué se trataba la nocturna en un pueblo de 400 habitantes, sino porque realmente sentía que me iba a agarrar un paro cardíaco-polar. La decoración del bar constaba de cuernos de alce con luces parpadeantes de árbol navideño, lámparas con aspecto de ombú, y el público iba desde chicas jóvenes, como la que trabajaba en mi hostel, hasta vikingos de pelo largo, con chalecos fluorescentes y botas peludas. La banda era un especie de Lo’ Pibito finlandesa; el cantante vestía boina y un chico de rastas y tatuajes, EN MUSCULOSA, lo acompañaba en la trompeta. El bar estaba repleto, probablemente fuera el evento del mes en Äkäslompolo y todo habitante hubiera ido, incluidos los vitalicios.
«Cuando finalmente logré acostumbrar mis pupilas a semejante negrura, me ubiqué en la laguna – congelada – de Äkäslompolo y mientras erguía mi cuello hacia el cielo, supe inmediatamente que nunca más, me iba a olvidar de ese día. Ni que quisiera. Ondas verdes de luz verde, fluorescente, rabiosa, serpenteaban el cielo, y algunos destellos violetas y rosas se colaban en esa coreografía celestial…»
Al día siguiente, contratamos un tour con una amiga danesa: la excursión huskie. “Tenés que maniobrarlos bien, porque los perros a veces se descontrolan y te podes caer del trineo”, nos había advertido la dueña del hostel. Aterradas, nos embarcamos a la aventura de manejar un grupo de 5 perros raza huskie siberiano, acostumbrados a temperaturas extremas. Esa mañana, el termómetro marcaba -40 grados, y ni siquiera el doble pantalón de ski me escudaba; sentía que la sangre adentro mío corría lenta y áspera, que la escarcha me había penetrado los huesos. La experiencia, de todas formas, fue fascinante. Manejar el trineo al final, no fue tan difícil como parecía, porque había un sendero marcado y porque íbamos en fila, rodeados de varios trineos. Para frenar, había que pisar fuerte una barra que estaba abajo, cerca del suelo, y directamente atada al cuello de los perros; al principio, aunque los frenara con ambas piernas, ¡no funcionaba! Supuse que estaba diagramada para funcionar con mayor peso, y que mis 50 kilos y mis piernas escuálidas no podían ni por asomo controlar a estos perros salvajes. Por suerte, entre aullidos y volantazos, los acostumbré.
Las vistas eran impactantes; vadeamos entre las tierras bestiales y vírgenes del ártico, y un valle de árboles altos y largos, nos regaló una escena digna de un cuadro milenario. Todos los perros de la granja tenían nombres, como “Benny” y “Jeremy”. Después del paseo, nos metimos en una cabaña triangular y nos ofrecieron un jugo caliente de color rosa, nunca supe de qué era, y el guía de la granja, Mitch, nos contó, en un inglés con tono finés: “Estos perros están entrenados para correr. Hay algunos más viejos, y otros más vagos, entonces a ellos les exigimos una sola expedición por día. Conocemos a cada perro por su nombre y características, y ellos son felices haciendo esto. No podrían hacer otra cosa, nacieron para hacer expediciones”. Eso me dejó tranquila, sumado a la ternura con la que hablaba de “Dakota”, la perra más vieja y devota de la granja Oy, ubicada en la zona de Hannukainen, en las afueras de Äkäslompolo.
«Otro programa -que resultó un programón- fue practicar esquí en Ylläs Ski Resort, un popular centro ubicado a unos pocos kilómetros del lago. La base cuenta con Ski Rental y School y arriba, en la cima, hay restaurantes pintorescos que parecen iglús, donde ofrecen sopas y platos calientes para suplir el viento que te envuelve y la nieve que te pega sin compasión, latigazos suaves…»
Otro de los programas fascinantes que me regaló la Laponia, fue una escalada inolvidable a la punta del monte Kuertunturi. Desde la calle Lompolontie, se abre un sendero angosto, totalmente inhóspito, empinado, entre cascotes de nieve. Después de una hora y media agitada, entre capas y capas de ropa, sintiendo como el sudor me goteaba entre los pliegues de la piel e instantáneamente se congelaba, llegué a la cumbre. Fue una epopeya; el sol poniéndose, naranja furioso, entre nieves lejanas, y cerca mío los árboles completamente volteados y hundidos entre pinceladas blancas, y tanto caminantes, como alpinistas y otros portadores de raquetas de nieve, contemplando el espectáculo.
Otro programa -que resultó un programón- fue practicar esquí en Ylläs Ski Resort, un popular centro ubicado a unos pocos kilómetros del lago. La base cuenta con Ski Rental y School y arriba, en la cima, hay restaurantes pintorescos que parecen iglús, donde ofrecen sopas y platos calientes para suplir el viento que te envuelve y la nieve que te pega sin compasión, latigazos suaves. La vista es tan hermosa que aplaca el frío y hace que el plan sea realmente placentero.
Todas las noches que estuve en Äkäslompolo, el cielo majestuoso me regaló impresionantes auroras boreales, que, “se producen cuando las partículas cargadas por el sol, chocan con el campo magnético de la tierra y se dirigen hacia los polos, chocan con las moléculas oxigenadas y liberan un electrón que se traduce en halos de luz de distinta intensidad”, nos explicó un coreano de aspecto muy intelectual, mientras cenábamos una noche en el hostel. Yo prefiero seguir pensando que es una coreografía celestial, o extraterrestres queriendo decirnos algo importante.
«Otro de los programas fascinantes que me regaló la Laponia, fue una escalada inolvidable a la punta del monte Kuertunturi. Desde la calle Lompolontie, se abre un sendero angosto, totalmente hinóspito, empinado, entre cascotes de nieve. Después de una hora y media agitada, entre capas y capas de ropa, sintiendo como el sudor me goteaba entre los pliegues de la piel e instantáneamente se congelaba, llegué a la cumbre…»
La Laponia es un destino deslumbrante. La nieve arrasa, y alcanza y sobra para practicar todo tipo de actividades como esquí alpino, de campo, o dejarse llevar por jaurías de perros siberianos. Su ubicación, en el Polo Norte, la convierte en el spot perfecto para ser partícipe de un show impagable: el de las auroras boreales. Si pudiera volver a ser chica y escribirle una carta a Papá Noel, pidiéndole un regalo, le pediría, sin dudarlo, que me lleve de vuelta a su hogar.
Fotos: en MALEVA para nuestras producciones usamos los celulares One Vision y One Action de MOTOROLA.