El otoño no es la estación con mejor fama. Por su ubicación bisagra que te lleva del verano al invierno (a no mucha gente le gusta ese tránsito). Porque simboliza la vuelta de la rutina. Porque carga con el peso del año por delante. Y porque tiene un cierto ethos melancólico. Pero los estereotipos a veces son como anteojos con lentes mal calibrados. El otoño, si miramos bien, es una estación que sobre todo es linda. En Buenos Aires, decenas de miles de árboles – ¡gran Charles Thays, siempre agradecidos! – cambian de color y se superponen sobre nuestras cabezas colorados, naranjas, amarillos, atravesados por la luz tenue de esta época. Parece – en serio, fíjense, contemplen – un cuadro de Monet en 3D, en streetview de mapa de Google. Pero además el otoño trae aparejados ciertos placeres urbanos que disfrutamos en modo automático, sin tomar mucha conciencia. Uno, creemos en Maleva, es pisar hojas, ese crac al caminar, patear montoncitos, lo poética que queda una vereda con ellas desparramadas. Entonces – con un chip a lo Amélie de buscar lo lindo en lo cotidiano – pensamos en 5 lugares porteños en los que caminar pisando hojas es espléndido.
El parque en pendiente, emblema de Belgrano, tiene con sus elegantes faroles dorados, sus senderos de adoquines rojizos del siglo XIX, su mirador rodeado de una baranda de columnitas clásicas, sus fuentes, sus estatuas curiosas (sobre todo la Estatua de la Libertad) y su pérgola donde por las noches se baila tango, un espíritu muy belle époque. En otoño, sobre todo si el día está gris, se vuelve un territorio espectral y misterioso. Y es puro disfrute urbano caminar por el sendero lindante a 11 de septiembre, desde Juramento hasta la Pampa, pisando hojas.
Las Barrancas cuentan con 67 especies de árboles – platanos, ceibos, ombúes, robles, palmeras, etc – y en esa vereda se acumulan las hojas de platanos que con su apariencia tan canadiense, son las más crujientes (confirmadísimo). Acá hay dos destinos que recomendamos, para que el paseo tenga un premio al final: el Croque Madame del Museo Larreta para tomarse un capuccino con scons caseros, y el otro, encarar el paseo alrededor de las siete de la tarde, para después descender (porque está justo abajo) hasta el China Town belgranense y cenar temprano, antes de que se abarrote, en alguna de las cada vez más variadas y sofisticadas opciones de restó. Las Barrancas fueron remozadas en los últimos meses (aunque todavía podrían estar mucho mejor).
Esta plaza – en Avenida del Libertador y Castex – de Palermo Chico es, además de una de las más bonitas de la Ciudad, una de las mejor cuidadas. Todo está impecable. Su ajedrez gigante, sus bancos, su césped inmaculado, sus malvones, geranios y el mega monumento que está en el centro, obsequio de Alemania a la Argentina en su centenario. En otoño se camina entre las hojas amarillas de las tipas salteñas, que caen por montones, más que nada en las veredas que rodean la plaza. El plan que les sugerimos es recorrerla un día fresco y después tomarse una reconfortante y bien caliente sopa borsch en Le Pain Quotidien de Salguero y Gelly.
Con sus mansiones victorianas, su tranquilidad de oasis urbano (increíblemente a menos de diez cuadras de la furia de colectivos de Cabildo casi que se oyen los pasos), su innata elegancia europea, y sus veredas por las que da gusto caminar por caminar, a Belgrano R hay algunos que lo llaman “El Jardín de Belgrano”. El bulevar de Avenida de los Incas está repleto de hojas de platanos, después se puede encarar Melián (tal vez la calle más linda de la Ciudad) con su techo de árboles Tipuana Tipu y, por último, enfilar por Zabala hasta la placita Castelli, siempre es un lugar exquisito. Además, el rincón más residencial de Belgrano, es uno de esos barrios que se pone más lindo, más auténtico, con el frío. En la Plaza, una buen stop otoñal puede ser en el Tea Connection o darse una vuelta por el Centro Cultural Plaza Castelli, en una casona impecablemente reciclada, donde pasan cosas (conciertos, muestras de pintura y teatro, etc…) y que tiene un encantador cafecito secreto atrás.
La Isla, barrio no oficial de la Recoleta (entre Las Heras, Pueyrredón y del Libertador y la calle Agüero) es el único recoveco porteño que tiene más accesos por escalinatas – señoriales escalinatas – que por calles para autos. Ocho manzanas de París, pero en el Río de la Plata. Además, como en Belgrano R, se respira una paz insólita, como si las líneas de edificios o la imponente Biblioteca Nacional, oficiaran de muros que la protegieran del caos de Las Heras y más allá. Acá hay un muy chiquito y muy reservado Bistró, Florencio (Francisco de Vittoria 2663) que sorprende con una pattiserie excelente, digna de un distrito tan french style, y que tiene el hechizo de ser el único local gastronómico insertado en el riñón de la Isla.
Colegiales comparte con su vecino Belgrano, algo muy valioso: la cantidad de árboles. Y por lo tanto, las calles de este barrio canchero y relajado en partes iguales, estos días están llenas de hojas. A diferencia de Belgrano se las barre mucho menos. ¿Será porque hay menos escobas en acción de los consorcios de edificios? Acá están de nuevo, las crujientes hojas de Platanos, muchas, por todas partes, aunque de platanos más «de barrio», es decir, no tan enormes como los de Belgrano. Y Colegiales es otro barrio óptimo para recorrer, regado de cafecitos chics, restós con onda y hasta galerías de arte. Paradas que es mejor descubrir por sorpresa en un vagabundeo sin brújula.