Myanmar, la tierra de los monjes. Segunda Entrega
Por Josefina Winograd (texto y fotos)
Varados en la ruta a Namshan
Emprendimos con Alex y Dwight, un viaje en trenes, buses y minibuses hasta Namshan. Nos llevó tres días llegar a destino, con los típicos inconvenientes. El más complicado fue en el último tramo: la camioneta murió en el medio del camino; se cayó una pieza, lo más parecido a un palo de amasar, pero de acero. Más allá de mi profundo desconocimiento mecánico, pude percibir que era importante, porque ahí nos quedamos: en un camino de tierra en el descampado, bajo una lluvia tropical propia de la época de monzones. Los dos hombres que venían con nosotros en la caja de la camioneta, empezaron a caminar bajo el diluvio. Ninguno hablaba una pizca de inglés, por lo cual no logramos entender a dónde iban ni a cuántos kilómetros quedaba el siguiente pueblo. Las mujeres, en cambio, empezaron a armar un picnic, sin mostrar mucha preocupación en sus caras. Distraídos entre bocado y bocado, descubrimos que el conductor de nuestra camioneta saltaba rápidamente a otro vehículo –el único que vimos en horas. Un tanto desesperados, tratamos de preguntarle cuál era la idea, cuándo volvería, ¿volvería? No había respuestas, tan sólo la universal «cara de póker», mientras se hacía cada vez más chiquito en el horizonte. Tratamos de abrir la cabina de la camioneta y confirmamos que la había cerrado con llave. Nos quedaba la caja con una lona agujereada, que hacía las veces de techo. Al rato, decidimos empezar a caminar en la misma dirección en que había ido el resto. Las mujeres no aceptaron nuestra invitación, parecían decididas a no abandonar los enormes bártulos con los que viajaban. Luego de caminar algunos kilómetros, apareció un camión que transportaba una máquina excavadora Caterpillar. El camino estaba intransitable, por lo cual usaban la pala excavadora para hacer palanca, y avanzar sin empantanarse. Nos ofrecieron subir y acercarnos al pueblito más cercano. Al llegar a pueblo, agradecimos el aventón y despedimos al mejor vehículo que podríamos haber encontrado.
Muy cultos pero anclados en la década del cuarenta
Las horas iban pasando y nuestro vehículo no aparecía. Empezamos a investigar dónde dormir. No había guesthouses en este pueblo, y la gente no tiene permitido hospedar extranjeros si no tiene licencias de hospedaje. La historia más ridícula que escuché sobre este tema fue la de una mujer birmana que se casó con un alemán. Luego de la boda, el alemán fue a dormir a la casa su mujer. La mañana siguiente la flamante pareja encontró un comando de patrulleros rodeando la vivienda, alegando que no estaba permitido hospedar extranjeros sin licencia hotelera, ¡que, además, cuesta una fortuna! Entendíamos entonces que nadie nos ofreciera dormir en sus casas, y nos señalaran, con la mejor sonrisa, el piso de madera de un restaurant, obviamente al aire libre. No me encantaba la idea: era la presa predilecta para los mosquitos a la noche (y no estaba tomando la pastilla de la malaria porque circulaban rumores contrariados sobre si convenía o no tomarla). Pero no había opción, así que ahí dormiríamos. Ya era tarde y estábamos charlando con el dueño de un puesto de «todo lo que se le ocurra, lo tengo», que tenia la curiosa suposición que el rey de Alemania era Hitler. En Birmania se encuentran estas contradicciones: gente extremadamente culta que no tiene la menor idea que pasó en el mundo después de la década del cuarenta.
El temor a los guerrilleros Shan
Mientras tratábamos de explicarle que había pasado desde entonces con el «rey alemán», una camioneta destartalada se nos aproximaba. ¡Era la nuestra!, y el chofer ostentaba el gesto de Indiana Jones después de solucionar un problemón. Todos contentos subimos y seguimos camino a Namshan. Desde allí, queríamos hacer un trekking de tres o cuatro días en las montañas hasta Hsi Paw, pero sin guías. Nos habían advertido que no era recomendable hacerlo solos, porque la armada guerrillera Shan estaba en esa zona, y era peligroso. Pero teníamos la sensación que no tendríamos problemas, y proseguimos con el plan. Se nos unió Tim, con el que completé el combo de acentos posibles en inglés: Alex, inglés, Dwight, canadiense y Tim, australiano. Fueron cuatro días caminando por largas horas, con fuertes subidas y bajadas, lluvias, vistas increíbles, pueblos con chicos que se excitaban al vernos, y noches en monasterios o en casas de familia en las montañas.
Emocionados por el Ipad y los Angry Birds
Dwight había llevado el iPad, donde tenía toda su música. Cuando Jotika, uno de los monjes, pidió verlo y reconoció el jueguito de Angry Birds -unos pajaritos que conoce todo el planeta menos yo-, se emocionó a tal punto que ¡no se lo podían llevar a dormir! Hay evidencias de Jotika jugando a las 11 de la noche (tardísimo en un monasterio donde se levantan a las 4 de la mañana), mientras nosotros, destruidos, intentábamos dormir. Creo que descubrió su adicción y dejó los hábitos, nos sentimos un poco culpables.
Al final, los Shan rebels fueron cordiales
Al día siguiente, Jotika nos acompañó caminando tres horas hasta el pueblo siguiente para que no tuviéramos problemas. Lo despedimos y volvió a su monasterio. Nosotros seguimos camino. ¡Y sí! Nos cruzamos con guerrilleros de la armada Shan, pero fuimos extremadamente amables, como nos dijeron, y todo sucedió en paz. La excitación de los chicos con ese encuentro les siguió sacando sonrisas orgullosas cada vez que se hablaba del tema.
Todos – incluidos nosotros – son Mister algo
Llegamos a Hsi Paw rotos, agotados, pero felices. Descansamos dos días, tomando lassis, licuados con yogur, comiendo platos que no fueran Shan noodles ¡por fin!, y hablando con el librero del pueblo de política e historia de Birmania. En Hsi Paw todos son Mister algo: Mister Book, el librero, Mister Guesthouse, el dueño del hostal, Mister Shake y Mister Food, el cantinero y el dueño del restaurant. A nosotros nos terminaron llamando Misters Travelers, ¡qué emoción!
En barco hacia los templos de la época del Imperio (navegando a la vera de inaccesibles orillas de opio y amapolas)
Ya recuperados partimos a la actual capital, Mandalay, donde me despedí de los chicos, con los que había viajado casi 20 días. Ellos iban al norte, y yo al sur. A las 5 de la mañana, tomé un barco de diez horas por el río Naypyidaw hacia Bagan, antigua capital donde se encuentran templos y pagodas de la época dorada del imperio birmano. En el barco había algunos turistas, pero sobre todo birmanos. En las paradas se veían escenarios que podrían ser de hace cien años o más: carretas tiradas por bueyes, intercambio de legumbres o animales y enigmáticos descampados. Para los extranjeros está prohibido desembarcar en estas zonas. La versión oficial: para cuidarnos de los tiroteos entre el gobierno y las guerrillas, la extra oficial: no mostrar al mundo los cultivos de amapolas y opio para la producción de heroína. Me animo a suponer que la realidad es una combinación de ambas. En este viaje empecé a fantasear con conseguir un permiso especial para visitar estos parajes, pero será el próximo viaje.