Sale Bunker
Por Bárbara Lichtman
Siempre me gustó la expresión francesa Métro– Boulot– Dodo (Subte-trabajo-dormir) por como refleja el ritmo que se vive en las grandes ciudades y esos días en los que no pasa gran cosa. Hay algo en el sonido gris que dejan esas palabras en el aire que me desafía a buscar color en Buenos Aires. Y a encontrar la brillantina porteña que seguramente anda escondida en los puños apretados por el frío de los que ahora caminan por la calle.
Como parte de esa búsqueda, después del trabajo, me propuse hacer de mi casa un bunker: encontrar actividades que me impidan caer en la tentación de dormir una siesta o ver algo en la televisión rancia. No es que a Buenos Aires le falte una oferta cultural interesante con la que romper la rutina Métro– Boulot– Dodo: hay cursos por doquier, y la ciudad no se cansa de enviar estímulos. Pero es invierno, y en junio escuché un timbre interior que inauguró mi temporada de hibernación.
En estas últimas semanas, me refugié en Paul Auster para buscar mis azules y violetas en las páginas de la “La trilogía de Nueva York”. Luego de leer su Brooklyn Follies y enamorarme de la película Smoke, espero terminar el libro con suspiros o, al menos, un nudo en la garganta.
De vez en cuando, encuentro mis verdes y naranjas en los macarrones de limón y frambuesa que venden en una casa de té a la vuelta de mi casa. Esos casi alfajores, crocantes por fuera y blandos por dentro, son monedas arrojadas desde el cielo para premiar la gracia humana. Hechos con harina de almendras, clara de huevo y azúcar, los macarrones fueron llevados de Italia a Francia en el siglo XVIII y fueron mutando hasta ser lo que son hoy. Es sólo cuestión de tiempo hasta que algún pastelero argentino los rellene con dulce de leche.
El canal de cocina también ayuda a no dejar el fuerte. Ver a Dolli Irigoyen cortar el tomate y la cebolla en cubos puede ser más efectivo que tomar somníferos. Como una bruja de la edad media, me envuelve en sus especias y brebajes hasta emprender el viaje al mundo de los sueños. Ya hechizada, luchando por no cerrar los ojos, imagino que cuando Dolli revuelve sus salsas, en esas grandes cacerolas de barro, se está caldeando algún tornado en el mundo.
Y si de días iguales y rincones se trata, Auster sabe. En la siguiente escena de “Smoke”, se puede apreciar la rutina y la necesidad de buscar pulso en el asfalto. En cada cigarro, los protagonistas aspiran nicotina y su propia soledad. Pero también exhalan nubes de humo e ilusiones. La ceniza que se consume, no es más que la aguja de un reloj, tic taqueando el paso del tiempo.
Todos los días, a la misma hora, Auggie Wren – Harvey Keitel – saca una foto de su rincón: una tienda de tabacos en la esquina de la Calle 3 y la Octava Avenida en Brooklyn.
“Smoke, escrita por Auster en 1995 para el director Wayne Wang.
«Mi esquina es como cualquier otro lugar en el mundo, suceden cosas. Las fotos son todas iguales, pero también cada una es diferente», le explica Auggie al escritor Paul Benjamin, interpretado por William Hurt. «Si no vas más despacio, no lo vas a entender», le advierte.