Masoquistas culinarios: hay gente que va a los restaurantes a pasarla mal y a quejarse (no seas uno de ellos)

¿El disfrute de algunos comensales consiste en pasarla mal e indignarse por lo que sea? Eso plantea en esta nueva columna para MALEVA, el periodista gastronómico Rodolfo Reich/¿Por qué lo hacen? Además: la diferencia entre un planteo legítimo y uno arrogante y sin empatía. ¿Por qué es gente que mejor no tenerla cerca en la vida?

Para Rodo Reich, avisar de un error puede incluso ser un gesto de respeto, pero siempre con comprensión. Foto: gentileza Unsplash (Ph Kato Blackmor). 

Masoquistas culinarios: hay gente que va a los restaurantes a pasarla mal y a quejarse (no seas uno de ellos). Por Rodolfo Reich para MALEVA.

«Los veo despotricando en redes sociales, insultando en Twitter, argumentando en Instagram. Me cuentan sobre ellos amigos cocineros y camareros. Incluso, cada tanto, me toca encontrarlos en persona, sentados en una mesa cercana, con su mirada enfurruñada, con ese gesto despectivo en el rostro. Son clientes de bares y restaurantes que, de manera enigmática, salen a comer afuera con el fin último de pasarla mal. O, tal vez, soy injusto y debería decir: que su disfrute consiste en pasarla mal. Masoquistas culinarios, encuentran inevitablemente el pelo en el plato, la mosca en la sopa. Son los que se van ofuscados de los restaurantes, apurados por llegar a su casa, para descargar su triunfal furia en reseñas de Google y grupos de Whatsapp. Gente que no quiero tener cerca.

Salir a comer, vestirse para la ocasión, elegir el destino, mirar la carta, imaginar los platos que están por venir, cómo disfruto de todo eso. Es un disfrute burgués, de clase media, cómodo y directo. Cuando era chico, íbamos en familia. Íbamos a Tao Tao, el restaurante chino histórico de la avenida Cabildo, y ya el recorrido previo en el auto era puro placer y antelación. Pedir las empanaditas primavera, el pollo con almendras, el chop suey de cerdo. En la mesa había un aceite picante que yo, con mis ocho años, ponía de a gotas, sintiendo ese miedo que se parece al miedo de subir a una montaña rusa, un miedo feliz, rebosante de adrenalina y aventura.

«Sé que sonríen por dentro cuando algo falla, cuando creen que algo falla. Sonríen por dentro apenas descubren el error, ocultan el orgasmo cuando el mozo les dice no hay más de cierto plato. ¿La música está muy alta? Lo anotan en su mente. ¿El salón está demasiado silencioso? Peor aún. Con mentes cerradas, imaginan a los restaurantes como lugares estáticos y diseñados en exclusiva para ellos. Conozco algunos así…»

Desde siempre me gustó salir a comer. No estoy inventando la pólvora: a la gran mayoría de nosotros nos gusta que nos atiendan, que nos sirvan, que nos alimenten. Por eso una ciudad como Buenos Aires tiene miles de restaurantes abriendo y cerrando puertas, tentándonos con sus platos, con su música y su servicio.

Algunos serán mejores, otros peores. Cada comensal tendrá además su gusto, su paladar, su vara de medición, sus expectativas. A veces, la comida falla y será necesario quejarse. Que el plato llegó frío, que una carne está seca o cruda, que pedimos milanesa y nos trajeron tallarines. Pero acá hablo de otra cosa: de personas arrogantes, carentes de empatía, que esperan con ansias que todo se vaya al demonio. Tal vez sean así con todo lo que sucede en su vida, o tal vez guarden ese rencor de manera exclusiva para la gastronomía, no lo sé.

Pero sí sé que sonríen por dentro cuando algo falla, cuando creen que algo falla. Sonríen por dentro apenas descubren el error, ocultan el orgasmo cuando el mozo les dice no hay más de cierto plato. ¿La música está muy alta? Lo anotan en su mente. ¿El salón está demasiado silencioso? Peor aún. Con mentes cerradas, imaginan a los restaurantes como lugares estáticos y diseñados en exclusiva para ellos. Conozco algunos así. Llegan y piden algo que no está en la carta, se molestan si el mozo tarda algunos minutos en acercarse, critican un plato que no está hecho cómo -dicen- debería estar hecho. Piden lo que saben que puede fallar, esperando que falle.

– Esto está crudo.
– Qué incómoda la silla.
– ¿Sólo un pan sin gluten?
– Quiero los tallarines pero con la salsa de los ñoquis, quitando la albahaca que no me gusta.
– Esta zanahoria, ¿dónde y hace cuánto fue cosechada?
– El Negroni está demasiado fuerte.
– La moza tiene demasiados tatuajes.
– El lugar es muy aburrido.
– Mi abuela lo hacía distinto.

Los ves sentados, levantando la voz, molestando al resto, haciéndose notar. Los oís en la queja, como si quisieran conseguir un descuento, un plato gratis (¿serán así de mezquinos?). Esperan ese instante como yo esperaba la salsa picante de chico, con la misma adrenalina y el gozo secreto.

Por mi trabajo, salgo mucho a comer afuera, seis veces por semana, a veces ocho, a veces más. Mi mayor temor es que me suceda algún día lo que le pasó a Pete Wells, uno de los críticos de restaurantes más influyentes en el mundo, que hace unas semanas renunció a su columna semanal en el New York Times. Para explicar esta renuncia, Wells escribió una carta que circuló rápido entre los que amamos la cocina. Allí, tras contar que había recorrido 70 restaurantes para armar el ranking anual del diario, confesó: “Algo curioso me pasó cuando llegué al final de toda esa comida: me di cuenta de que no tenía hambre. Y sigo sin hambre”.

«¿Acaso no podemos quejarnos? Si pagamos una fortuna, si gastamos ese dinero que tanto nos cuesta ganar, ¿no podemos exigir que todo salga bien? Y les responderé: no sean ingenuos, nunca sale todo bien. La definición de bien es escurridiza, resbala por las fisuras de nuestras expectativas y deseos. Salvo raras excepciones – donde realmente el restaurante hace todo lo posible para arruinar una velada -, en la enorme mayoría de los casos habrá cosas que estarán mal y otras que estarán bien…»

Este periodista no se refería al significado literal de la palabra “hambre”, sino a eso que hace que nos den ganas de ir a un restaurante. A ese hambre por probar algo distinto, algo nuevo o viejo, pero delicioso. Algo que nos sacuda por dentro, que nos despierte emociones. Un hambre que se parece más a la curiosidad, a la expectativa y al deseo. Si no tenés ese tipo de hambre, ninguna comida te va a parecer realmente fantástica, ni importa lo bien hecha que esté.

Algunos me dirán: ¿acaso no podemos quejarnos? Si pagamos una fortuna, si gastamos ese dinero que tanto nos cuesta ganar, ¿no podemos exigir que todo salga bien? Y les responderé: no sean ingenuos, nunca sale todo bien. La definición de bien es escurridiza, resbala por las fisuras de nuestras expectativas y deseos. Salvo raras excepciones – donde realmente el restaurante hace todo lo posible para arruinar una velada -, en la enorme mayoría de los casos habrá cosas que estarán mal y otras que estarán bien. Los camareros y camareras tienen mejores y peores días, lo mismo pasa en las cocinas, lo mismo con las materias primas, lo mismo con nosotros. A veces la balanza se balancea para un lado, a veces para el otro, y ahí es dónde más importa de qué lado decidimos pararnos nosotros, los comensales: del lado de los que quieren disfrutar; o de los que quieren que todo salga mal.

No se trata de alabar a un restaurante que no lo merece. Pedir el cambio de un plato es un derecho innegable y necesario; avisar de un error puede incluso ser un gesto de respeto, de generosidad. Pero siempre mirando a la gastronomía con amor y con comprensión, desde la formidable ingenuidad del disfrute.

Yo voy a los restaurantes a pasarla bien. ¿Vos?…»