Suelen rodearnos amigos de todos los tipos: aquellos con los que se disfruta una buena charla, otros ideales para salir de compras y también, por supuesto, están los «todo terreno», que en general son menos abundantes. Entre ellos hay algunos que considero especiales: esos que comparten lo que más les gusta. Los que con el mejor entusiasmo recomiendan libros, lugares, otros amigos.
Me parece una categoría única de personas, de lo más lindo que hay. Para ellos no basta con disfrutar de algo, porque entienden que el placer aumenta si la voz se corre. Pensé en esto el otro día cuando, en el medio de un mail de trabajo, encontré la frase «y ya que estamos, ¿por qué no me recomendás algún libro, que siempre me gustan los que vos me sugerís?» Sentí que ese pedido era como una florcita entre las rocas: un poco de magia en el árido territorio de lo cotidiano.
«¿Cómo sería nuestra vida si nos acostumbrásemos a recomendar, con cariño y sin insistencia, lo maravilloso que vamos encontrando? Supongo que muchos lo hacemos a veces, y otras tantas lo dejamos pasar. Lo ideal es que el compartir no esté cargado de expectativas de que el otro simpatice con lo mismo que nosotros. Transformarlo en un acto de cariño, de desapego incluso.»
¿Cómo sería nuestra vida si nos acostumbrásemos a recomendar, con cariño y sin insistencia, lo maravilloso que vamos encontrando? Supongo que muchos lo hacemos a veces, y otras tantas lo dejamos pasar. Lo ideal es que el compartir no esté cargado de expectativas de que el otro simpatice con lo mismo que nosotros. Transformarlo en un acto de cariño, de desapego incluso.
Después, tal vez tengamos la alegría de intercambiar puntos de vista, historias, nuevas amistades, sitios especiales. ¿Hay algo más lindo que la amistad entendida de esa forma?