El despertador sonó a las 8:30. Dicen que el mejor momento para disfrutar de la playa es la mañana. Bien temprano. Cuando la arena aún está fría y desierta. Me levanté con esa idea: llegar, tomar unos mates, un chapuzón en el mar y leer mientras el sol va ganando altura. Pero las nubes parece que tienen otro plan. Entonces, arranco de otra manera: café y un par de medialunas en la escollera del Club de Pesca. Se puede sentir el mar golpeando debajo del piso. Es «la» postal de la ciudad. Un lugar con estas características: tradicional, a su vez kitsch, a su vez algo elegantón, y – contraste – en la playa más popular. La clave es la vista, y además de desayunos súper geniales, también es válido ir a almorzar o cenar. Sentado en una de las mesas del espigón que otrora fuera la vedette de la postal marplatense, veo llegar a la gente de a poco a la playa Popular. Mientras, el sol le gana a las nubes y el día promete pasar los 30 grados, se puede prever que las playas del centro en un par de horas serán lo más parecido a un hormiguero.
Todavía no son las 11. La ruta que llega a Miramar no está muy cargada de tránsito. La mayoría de los turistas aún prefiere disfrutar de los corredores saludables a lo largo de la costa. O aún duermen los vestigios de la noche de verano. Después de almorzar habrá tiempo para la playa.
«Entonces, arranco de otra manera: café y un par de medialunas en la escollera del Club de Pesca. Se puede sentir el mar golpeando debajo del piso. Es «la» postal de la ciudad. Un lugar con estas características: tradicional, a su vez kitsch, a su vez algo elegantón, y – contraste – en la playa más popular. La clave es la vista…»
En más o menos 20 minutos estoy en la entrada de La Reserva Beach Club, el balneario más exclusivo de Mar del Plata, ubicado sobre la Ruta 11, a solo 500 metros del Faro hacia el sur. La idea es conocerlo, contar cómo es pasar el día ahí (un lugar al que no se accede facilmente).
La entrada de bosque tupido, como si fuera un túnel de vegetación, marca la diferencia. El silencio se queda con el ambiente y deja atrás el ruido de la ruta. Como si al pasar la barrera se entrara en otra dimensión. Estaciono el auto debajo de los árboles y busco el sendero que va hacia el mar. Entonces aparece la playa aún sin gente. Unas cinco líneas de carpas –que en este tipo de lugares se les llama toldos– y algunas sombrillas. 350 metros de costa y 8 hectáreas de bosque en el que las aves son las que ponen la música.
En el parador, la gastronomía está a cargo de Zoe, sushi club. El plato recomendado para un día de calor: sándwich Porto Servo (pavita, palta, tomate y salsa golf) acompañado por un licuado de frutas mixtas (frutilla y durazno el que traen a la mesa). Desde la terraza se ve el mar. Lanchas, motos de agua, algunos kayaks, camionetas sobre la arena. Es que el balneario tiene su propia bajada náutica.
«En más o menos 20 minutos estoy en la entrada de La Reserva Beach Club, el balneario más exclusivo de Mar del Plata, ubicado sobre la Ruta 11, a solo 500 metros del Faro hacia el sur. La idea es conocerlo, contar cómo es pasar el día ahí (un lugar al que no se accede facilmente). La entrada de bosque tupido, como si fuera un túnel de vegetación, marca la diferencia.»
Mientras como, observo el paisaje. Una camionetita –toda de fibra de vidrio, me explican, para que no se la coma el mar– se mete entre los toldos hasta que frena en uno. Entonces baja una señora mayor. El conductor del vehículo le ayuda con las cosas hasta que ella se instala. Casi no tocó la arena. Más allá, un grupo de chicos se alejan de sus padres sin cuidado. Van a la zona de juegos. Una pareja pasa con un par de raquetas: entre los árboles hay una cancha de tenis de polvo de ladrillo. También se puede tomar clases. O jugar al paddle, al básquet, fútbol e incluso aprovechar la estadía para mejorar el approach y putt en un pequeño espacio dedicado al golf. “Buscamos construir en Mar del Plata un ambiente similar a lo que se ve en Punta del Este, Pinamar o Cariló, pero con las particularidades de esta zona”. Así define el espacio uno de los encargados del balneario, que no duda en decir: “los que nos eligen lo hacen por lo que somos, no porque no pueden ir a otro lado”.
Si no hay mate, por más exclusivo que sea todo, no es playa. Bajo la sombrilla, al toque del mar, aprovecho para avanzar en la lectura de “Lo que no aprendí” de la colombiana Margarita García Robayo. La historia va de una chica de unos once años que se deslumbra ante la figura de su padre que es una especie de prestigioso “curandero” del alma. Pero detrás de la historia en apariencia superficial, se construye una trama densa, que va mucho más allá de esa relación. Que analiza la construcción del relato familiar de la vida con una mirada cargada de sarcasmo y dureza. Me faltan unas cien páginas. Al final de la tarde el libro quedará terminado.
En la pileta destinada para los grandes –hay otra para bebés y una para chicos– las reposeras ayudan a relajarse. También hay camas y sillones sobre la arena, como si fueran estaciones de descanso. Pero, para el atardecer, a mi gusto, la tranquilidad está entre los árboles del bosque. Demasiado sol ya por un día. La brisa fresca se mete entre las ramas y la sombra da un poco de amparo. Sentado en un pequeño parador –mesa y sillón de mimbre, también sombrilla por si el techo de pino deja pasar algo de sol– más mate, más lectura. Para los habitués: descanso. En mi caso, un día de trabajo distinto.
«Mientras escribo esta crónica, –lo hago a mano porque la notebook y la arena no se llevan bien– el sol se muere en el oeste, detrás de los acantilados. Una caipiriña (hecha con lima fresca) recién servida me acompaña y el sonido del mar reverbera en el silencio del parador…»
Mientras escribo esta crónica, –lo hago a mano porque la notebook y la arena no se llevan bien– el sol se muere en el oeste, detrás de los acantilados. Una caipiriña (hecha con lima fresca) recién servida me acompaña y el sonido del mar reverbera en el silencio del parador. Las familias enfilan a los vestuarios. En la terraza de Zoe, tranquilidad. Un poco después, cuando subo al auto para irme, siento el perfume del mar y la arena mezclado con el olor dulce de los pinos y las flores del bosque. Algunos paradores de la zona se preparan para la noche. La Reserva no. La Reserva duerme y se prepara para arrancar otra vez por la mañana.
«Aprovecho el happy hour y elijo una honey: toque dulzón, color bronce, bien fría ideal para arrancar la noche que seguramente seguirá con alguna picada de mar. Y les tiro un dato para terminar: ver salir la luna en el horizonte del mar, en el café de mar Quba, haciendo barra, con un vinito tinto o un trago de autor…»
La vuelta a la ciudad por la costanera sirve para apreciar el atardecer desde la costa. El punto panorámico de Playa Grande es el mejor lugar para ver morir el día. El tránsito se vuelve un poco pesado en esa zona. Muchos buscan su mesa en los bares de Alem y Bernardo de Irigoyen. Ahí, la cervecería Antares (Bernardo de Irigoyen 3851) es uno de los faros. La cerveza artesanal de la ciudad que se ha ganado un lugar en los palmares de las bebidas del verano. Yo, aprovecho el happy hour y elijo una honey: toque dulzón, color bronce, bien fría ideal para arrancar la noche que seguramente seguirá con alguna picada de mar. Y les tiro un dato para terminar: ver salir la luna en el horizonte del mar, en el café de mar Quba en Playa Grande, haciendo barra, con un vinito tinto o un trago de autor. Sí, un día de trabajo distinto.
fotos: Antares: cervezaantares.com