Azul, cronista de MALEVA, volvió de Europa y en vez de sumergirse en la vida social y hacer unas siestas al sol del verano (como había soñado) se tuvo que aislar/De la incredulidad al miedo, de la monotonía a la reflexión/Un virus con forma de corona: un nuevo poder que nos jaquea/La posibilidad de volvernos más sabios y libres/¿La generación que dice siempre que no tiene tiempo, cómo va a aprovechar este parate obligatorio?
Azul, cronista de MALEVA, volvió de Europa y en vez de siestas al sol, quedó encerrada en su departamento
«Estoy de cuarentena hace dos semanas, y es una revolución silenciosa e introspectiva». Por Azul Zorraquin (texto y fotos)
Nos explicaron que somos seres sociales por naturaleza, lo que significa que nacemos con esta característica y la vamos desarrollando a lo largo de la vida. Nos contaron que necesitamos de los otros para sobrevivir, pero en este caso, paradójicamente, necesitamos aislarnos para sobrevivir. Con el avance de la pandemia (palabra que asusta) COVID-19, las autoridades nos pidieron practicar una cuarentena obligatoria a quienes veníamos de países afectados, como a mí, que venía de Europa. No sonaba mal, hasta que los días se volvieron espesos y mi vida se convirtió en un especie de cuentagotas, teñido de diferentes colores o etapas de reflexión.
La primera, como para muchos, fue un degradé. Volví a casa con una adrenalina galopante y la necesidad de entrar en la rueda social, compartir lo vivido y dormir siestas al sol, antes de que se escape el verano. Las alarmas del virus ya habían empezado a sonar, pero todavía de manera sutil y lejana. En mi estadía en París, el Louvre amagó a cerrar, pero cuando nos acercamos a la plaza, comprobamos que era un mito sensacionalista: la entrada nos recibía abierta de par en par. Era un epicentro ideal para que se propagara el virus entre tantos turistas que, pegaditos, le sacaban fotos a la intocable Mona Lisa, pisándose los dedos para ver quién le sacaba de más cerca, y en 4K. Vi a una asiática sacarse el barbijo por un microsegundo, lo que duró el flash, porque claro, para tener un retrato con la mujer más famosa del mundo, valía la pena un posible contagio. Después volvió a la paradójica normalidad de su paranoia. No la juzgo, todavía no entendíamos la magnitud del virus.
«Y al final, lo que nos queda, es aprender de esa cadena. Si ese murciélago en China trajo este virus, y ese virus se propagó en dominó, entonces tenemos que hacer lo mismo para pararlo. Funcionar como eslabones de una cadena; entendí que no queda otra. Que tenemos que aislarnos, para salvar a los más débiles…»
Ya en suelo argentino, el degradé empezó a flaquear. Los porteños empezaron a apuntar a los viajeros con el dedo, y a mí me invadió una una leve sensación de pesadez en el cuerpo, que se traducía en un halo que me rodeaba entera, como si me hubiera vuelto intocable. Un poco como la Mona Lisa, pero en vez de fascinación, yo generaba rechazo. Me había convertido en una especie de posible-incubadora de un virus, para muchos, letal. Cuánta responsabilidad y qué bizarro sonaba eso.
A los pocos días, ya no había tonos, sino una gran mancha que empezaba a teñir todo el mapa. La alarma empezó a sonar como la de los camiones de bomberos, ineludible, y empecé a entender que todo esto, era mucho más grande de lo que creíamos. Que todos íbamos a tener que tomarnos las cosas en serio y ser solidarios. Mis familiares y amigos empezaron a apelar al aislamiento, encerrémonos, decían. Al rato, publicaron las nuevas medidas: cuarentena obligatoria para los importados y delitos para los incumplidores. Wow. Prisión domiciliaria.
«Somos una generación que se queja porque no tiene tiempo; pareciera haber mucha demanda y poca oferta. Aprovechemos que por primera y única vez, nos conceden tiempo obligatorio para hacer todo eso que tenemos en lista de espera. La nuestra es una revolución sin armas ni violencia; es silenciosa e introspectiva…»
La paranoia fue in crescendo, y yo me encerré para cumplir con los días de aislamiento. Desde entonces, en mi silencioso departamento, sólo suena la TV de fondo, proyectando las últimas noticias y de a ratos, me invade una sensación de desamparo y de la monotonía de los días. A veces creo que los seres humanos, nos creemos irrompibles e inmortales. Y de pronto me doy cuenta de que somos frágiles, como la copa que se me rompió la última vez que tomé vino.
Construimos casas y compramos objetos para sentirnos poderosos, autos y aviones para transportarnos y teléfonos celulares para conectarnos – o desconectarnos, da igual. El Corona Virus desmantela toda nuestra fragilidad, y la dificultad de coordinar decisiones a nivel país, y ni que hablar, a nivel mundo. Somos demasiados. Vemos a nuestros dirigentes hacer copy-paste de sus vecinos y me doy cuenta de que al final, todos estamos improvisando. Tengo una amiga que se fue a conocer Asia, se mandó sola, y hoy está en el medio de la selva tailandesa con un especie de nudo en el pecho por la incertidumbre de no saber cuándo va a poder volver. Y si todo se termina, ¿querrá estar allá? Otra, se fue a rotar a un hospital en Trieste. Sí, un pueblo en la zona roja italiana. Ahorró mucho para poder hacerlo y hace rato que veníamos palpitando el sueño con ella. El plan se aplastó, por culpa de que alguien en China tomó una sopa de murciélago, y, sin querer, propagó un virus con forma de corona. La Corona siempre representó el poder, la riqueza y la dignidad. Hoy, de alguna manera es igual: este virus se convierte en la Reina que impera en todo el globo y nos tiene a su merced.
«Volví a casa con una adrenalina galopante y la necesidad de entrar en la rueda social, compartir lo vivido y dormir siestas al sol, antes de que se escape el verano. Las alarmas del virus ya habían empezado a sonar, pero todavía de manera sutil y lejana. En mi estadía en París, el Louvre amagó a cerrar, pero cuando nos acercamos a la plaza, comprobamos que era un mito sensacionalista: la entrada nos recibía abierta de par en par…»
Y al final, lo que nos queda, es aprender de esa cadena. Si ese murciélago en China trajo este virus, y ese virus se propagó en dominó, entonces tenemos que hacer lo mismo para pararlo. Funcionar como eslabones de una cadena; entendí que no queda otra. Que tenemos que aislarnos, para salvar a los más débiles. Que somos una red larga y ancha, y que si usamos la tecnología y a los líderes, podemos generar conciencia y empatía. Más allá del desastre económico que va a significar esta pandemia, creo que hay que entender que la vida nos trae algo valioso. Nos obliga a hacer un parate, especialmente a quienes no paran nunca, y tapan el estrés con dosis de rivotril.
«La paranoia fue in crescendo, y yo me encerré para cumplir con los días de aislamiento. Desde entonces, en mi silencioso departamento, sólo suena la TV de fondo, proyectando las últimas noticias y de a ratos, me invade una sensación de desamparo y de la monotonía de los días…»
Nos obliga a citarnos a nosotros mismos y conectarnos con nuestros deseos, miedos e incertidumbres. Sin tentaciones ni excusas, nos vemos forzados a encarar la soledad de nuestros mundos. Somos una generación que se queja porque no tiene tiempo; pareciera haber mucha demanda y poca oferta. Aprovechemos que por primera y única vez, nos conceden tiempo obligatorio para hacer todo eso que tenemos en lista de espera. La nuestra es una revolución sin armas ni violencia; es silenciosa e introspectiva. Nunca fue tan fácil un golpe: solo si nos quedamos en casa, aislados, podemos derrotar el reinado de COVID-19 y, más sabios, volver a ser libres y en democracia.