¿Por qué muchos critican que alguien gaste (mucho) dinero en un excelente restaurante de lujo pero nadie se incomoda con que multitudes gasten mucho más en recitales o partidos de fútbol? El periodista gastronómico Rodo Reich invita a dejar de lado la hipocresía (y advierte que vengan de a uno que él se la banca).
Para Rodo Reich, a diferencia de los recitales, el que paga lujo en un restaurante porteño, obtiene lujo.
«Dejemos de llorar: hoy la comida de lujo en Buenos Aires está muy barata (y ni hablar comparada con recitales y fútbol)…» Por Rodolfo Reich para MALEVA.
Una ganga: cenar en Aramburu, el restaurante de lujo número uno de la ciudad porteña, sale $48.000. Si sumamos la opción de maridaje, hay que agregar otros $17.000. Como dije antes, una ganga. Si, sí, lo sé, soy un tarado y digo esto para hacerlos enojar. Bueno, vengan de a uno: acá estoy para defenderme.
No lo niego: pagar $65.000 por una comida es un montón de dinero. Algo para hacer, con suerte, una vez al año, en una ocasión muy especial. Por eso, no me extraña que cada vez que recomiendo Aramburu salgan muchos a criticarme, acusándome de snob, diciendo que es carísimo, que quién pagaría algo así por una comida y todos los etcéteras del caso. Esto se repite con otros ejemplos, lugares que cuestan 20, 30 o 40 mil pesos el cubierto, como Julia, Crizia, Don Julio, Buri Omakase y varios etcéteras. Algunos incluso se enojan tanto conmigo que pegan bien abajo, buscando la sensiblería del bienpensante: “¿Cómo vas a recomendar un lugar de 30 lucas en un país donde tantos chicos tienen hambre?”¿Saben qué? Son unos hipócritas. No se enojen…. No maten al mensajero.
Veamos algunos números: ir al recital de Taylor Swift sale entre $17.000 y $180.000. Tres millones de personas intentaron comprar las 250.000 entradas que se agotaron en instantes. Este es tal vez el ejemplo más extremo, pero la historia es similar en muchísimos recitales (con valores que van fácilmente de $10.000 a $50.000). Algo similar ocurre en los espectáculos deportivos: el último River-Boca costaba de manera oficial hasta $18.000. Las entradas, claro, se vendieron en segundos.
¿Cómo dicen? ¿Que cómo voy a comparar a la artista más convocante del planeta con un simple cocinero de la Argentina? ¿Que la pasión que despiertan los grandes equipos de fútbol es infinitamente mayor que la que puede generar un plato de comida? Es verdad, es incomparable. Pero lo es porque la experiencia que da un restaurante, hay que decirlo, es muy superior a la de un recital o un partido en la cancha.
«Veamos algunos números: ir al recital de Taylor Swift sale entre $17.000 y $180.000. Tres millones de personas intentaron comprar las 250.000 entradas que se agotaron en instantes. Este es tal vez el ejemplo más extremo, pero la historia es similar en muchísimos recitales (con valores que van fácilmente de $10.000 a $50.000). Algo similar ocurre en los espectáculos deportivos: el último River-Boca costaba de manera oficial hasta $18.000. Las entradas, claro, se vendieron en segundos…»
Un caso real: una amiga, Silvana, intentó comprar entradas para Taylor Swift: a las 9 entró al sitio allaccess.com.ar (las ventas abrían a las 10am). Con tarjeta de crédito en mano, dispuesta a gastar hasta unos 80.000 pesos por dos entradas (un regalo para su hija de 13 años), se anotó en la lista de espera de la página, para le llegue el turno. Y esperó. Y esperó. Y siguió esperando. Nueve horas estuvo aguardando mientras una barra de tiempo mostraba un avance de tortuga, sin nunca decirle cuánto iba a ser la demora total. Cuando finalmente pudo entrar, ya no había entradas. Ninguna entrada: ni las de 17.000 (en un sector del estadio donde no se ve buena parte del escenario), ni las de 40.000, ni las de 85.000, ni siquiera las de 175.000 (el valor máximo de la entrada VIP que suma merchandising, stickers y postales). Nueve horas esperó, teléfono en mano, para nada.
Sigamos el juego, imaginemos que sí, que Silvana sí consiguió sus dos entradas. Imaginemos que gastó hoy $80.000 para un concierto que disfrutará dentro de cinco largos meses. Imaginemos que todo sale bien, y que ese día puede ir al recital: que no se enfermó, que no surgió un viaje, que la misma Taylor no se enfermó o canceló. Entonces, ¿cómo será ese día, el del concierto? Tendrá que buscar un taxi; ir en auto con otras 85.000 personas rebosando las calles no es una opción. Deberá bajar de ese taxi a unas cuantas cuadras del estadio y caminar hasta la puerta. Luego deberá hacer cola para entrar, una hora o más, mientras infinitos vendedores ambulantes intentan venderle chucherías, ella cuidando que en medio de la muchedumbre no le roben nada a ella o a su hija. ¿Ir al baño? Difícil: están lejos y sucios. Mientras, la policía la mira con mala cara, los empleados del estadio están abrumados y malhumorados.
Ella pagó su entrada, pero acá lo de “el cliente tiene siempre la razón” no funciona. Mejor que agradezca que le hicieron el favor de venderle el ticket y permitirle ir. Y luego, el final: una vez terminado el recital, hay que irse de River, sin dudas uno de los círculos reservados del infierno: no hay taxis ni aplicaciones, los colectivos viajan con gente colgando, mejor caminar varios kilómetros hasta alejarse. Y, por favor, claro, que no llueva: si llueve, dios mío, maldición, ¿qué hizo ella para merecer esto?
En cambio, si elegís ir a Aramburu, es lo opuesto: pagás por lujo y obtenés lujo. Te recibe un maître, te lleva a una mesa que te espera resplandeciente, la copas son del mejor cristal que se consigue en el mundo, la vajilla deambula entre porcelanas delicadísimas y artesanías hechas a medida. Cada ingrediente de cada plato está elegido de un productor específico, profundizando en la extensión de nuestro país. Detrás de cada sabor hay un cocinero con 20 años de experiencia y un equipo de profesionales trabajando jornadas extenuantes para cada comida. En lugar de estar apretado en una noche de calor junto a 85.000 personas transpiradas a tu lado, vas a estar en un salón con clima cuidado y mesas bien separadas, compartiendo la noche junto a otros 40 comensales.
El sommelier te explicará los vinos, los servirá con delicadeza, te ofrecerá repetir alguno que te guste. Los camareros traerán cada plato, los sabores serán nuevos, distintos. No son canciones que bajás de Internet. Claro que te saludarán al entrar y al irte, también te preguntarán si la pasaste bien, si hay algo por mejorar. Y si llegás a ir al baño, te aseguro que el papel higiénico que vas a usar es mejor que el que tenés en tu casa. Por un par de horas, sos el rey, la reina: todo y todos están ahí para tu placer.
«Si elegís ir a Aramburu, es lo opuesto: pagás por lujo y obtenés lujo. Te recibe un maître, te lleva a una mesa que te espera resplandeciente, la copas son del mejor cristal que se consigue en el mundo, la vajilla deambula entre porcelanas delicadísimas y artesanías hechas a medida. Cada ingrediente de cada plato está elegido de un productor específico, profundizando en la extensión de nuestro país. Detrás de cada sabor hay un cocinero con 20 años de experiencia…»
Parece una caricatura maniqueísta, pero no: lo escrito es lo más cercano que puedo dar como descripción real. Esto no significa que todo restaurante que valga fortunas es económico: como siempre, y esto sucede en todas las categorías, algunos no estarán a la altura de lo que quieren cobrar; otros sí. Tampoco significa que no hay que ir a ver a Taylor Swift: cada uno sabrá qué felicidad le genera, qué recibe a cambio de esos miles de pesos que gastó y que tanto le costará recuperar. ¿Quién me creo que soy para juzgar el placer de los otros? Lo que sí puedo decirles es que, en contexto con otras experiencias relativas al ocio y al tiempo libre, comer en un lugar como Aramburu es barato: la experiencia es lujosa, es mimosa, es muy exclusiva. Y es tan buena como la que se puede recibir en restaurantes similares del mundo, donde una comida cuesta dos o tres veces más.
Es obvio: si no te interesa este tipo de gastronomía, no tiene sentido que gastes $65.000 en una cena. Pero no por eso es caro. ¿Quién te creés que sos para juzgar el placer de los otros?
///
Sobre el autor de la nota: Rodo Reich (@rodoreich) es periodista. A los 25 años probó una sopa tailandesa que le rompió la cabeza y desde entonces reflexiona sobre gastronomía en medios como La Nación, Brando, Página12, MALEVA y Radio con Vos. Tuvo un bar, un catering y cada tanto escribe algún libro.