Un destino tan diferente como mágico/Su gente, su arquitectura, sus autos clásicos, mucho mojito, reggaetón y La Habana/¿Qué aprendí y por qué me enamoré?/Crónica en primera persona sobre sus mitos y verdades
Cuba: amor a primera vista.
Hace un tiempo vi fotos de las fachadas coloridas de La Habana y decidí que quería ir. Yo soy así, me compran las fotos. Pero no por las que veo, sino por las que me imagino sacando. Soy bastante fácil a la hora de agregar un destino a mi lista de pendientes, lo sé, pero no puedo evitar querer sacar mi propia captura de algo que me enamoró. En este caso, fueron los colores de Cuba.
El verano del 2019 era incógnito, hasta que el mail – una vez más, el algoritmo de internet lee mentes –, nos topó con una oferta de pasajes al destino en cuestión que tomamos sin pensarlo dos veces. Principalmente porque, posta, los pasajes hacia estos pagos suelen ser súper altos, y estos no lo eran para nada. De un momento a otro teníamos diez días reservados en un país nuevo, comunista, del cual habíamos escuchado cien mitos – muchos que resultaron ser verdad y otros no podían estar tan lejos de serlo – pero, en resumidas cuentas, un país del cual creíamos tener idea, pero sabíamos poco y nada.
«Llegamos a La Habana un 31 de diciembre – sí, el 2019 lo empecé entre mojitos, reggaetón (mucho y constantemente), sombreritos, habanos y toda la onda del Caribe – y nos propusimos conocerla con independencia, pero también acercándonos a los locales. Porque tengan en claro que lo más valioso de Cuba es su gente…»
Esto tuvo sus desventajas como que, por ejemplo, nos enteramos dos días antes de que teníamos que tener visa para viajar. ¿Colgada quién? Después de un par de mini paros cardíacos y mal flashes, todo se resolvió con mucha rapidez (te la dan en el mismo día) y nos permitió tener una pequeña muestra de la hospitalidad de los cubanos en tierras porteñas. Pero lo que tuvo de bueno fue vivir en constante sorpresa, ilusión y encantamiento con un país que sabe de amor propio, gente increíble, y magia interminable.
“Parece que le tiraron una bomba el día anterior”, nos advirtió una de nuestras fuentes. “Llevá euros porque no aceptan nada más”, nos aconsejó otra. “No hay NADA de wifi, preparate” – reconozco, ese era mi peor temor, y un poco que se cumplió –. Pero, de todos los avisos que nos hicieron, el que contuvo más verdad fue: “A los argentinos nos aman”. Esa sí que es posta. El Che nos hermanó a los ojos de cubanos y tienen la sensación de que entre naciones nos entendemos (y no están muy errados).
«Aprendimos que, a pesar de vivir en una isla, no consumen nada de pescado porque el Estado lo deja para el turismo. Que tienen una libreta (como se usaba en el sistema soviético) para las comidas, pero les alcanza solo para una semana. El resto, al súper y a precios más caros. Que tienen dos monedas, los CUP (la que usan los locales) y los CUC (para los turistas). Un CUC son 24 CUPs. Que las vacas son cuasi sagradas: si matás a una, aunque esté en tu campo y sea para comerla, vas a ir preso…»
Pero basta de teorías, vayamos a los hechos. Llegamos a La Habana un 31 de diciembre – sí, el 2019 lo empecé entre mojitos, reggaetón (mucho y constantemente), sombreritos, habanos y toda la onda del Caribe – y nos propusimos conocerla con independencia, pero también acercándonos a los locales. Porque tengan en claro que lo más valioso de Cuba es su gente. Así conocimos a un taxista cubano que bajó a un pasajero de su auto porque criticaba a su país. A un profesor de inglés que da tours en bicicleta a turistas de incógnito porque los recorridos privados son ilegales. Y decenas de personas que, a pesar de cualquier dificultad, evidencian un genuino y muy profundo amor por Cuba – que va más allá de sus líderes e ídolos –. Y pensaba, qué diferentes somos los argentinos, ¿no? Que no perdemos oportunidad de criticarnos. Pero bueno, eso queda para otra nota.
Aprendimos que a pesar de vivir en una isla, no consumen nada de pescado porque el Estado lo deja para el turismo. Que tienen una libreta (como se usaba en el sistema soviético) para las comidas, pero les alcanza solo para una semana por mes. El resto, al súper y a precios más caros. Que tienen dos monedas, los CUP (la que usan los locales) y los CUC (para los turistas). Un CUC son 24 CUPs. Que las vacas son cuasi sagradas: si matás a una, aunque esté en tu campo y sea para comerla, vas a ir preso. Que sí existe la propiedad privada. Que los discursos de Fidel solían durar 7 horas. Que la ciudad es recontra segura, podés caminarla a cualquier hora. Que el dos de enero del 2019 se cumplieron exactamente 60 años desde que triunfó la Revolución. Que los autos clásicos – un fetiche propio que descubrí en este viaje – no están por cuestiones decorativas, sino que son los que todos usan. Es muy raro ver un modelo de después de 1970 (un must: subite a uno descapotable, toda una experiencia).
«La principal lección que me dio Cuba se resume en ese diálogo: acá, la forma de vivir es modesta sin intentarlo, lo simple y sencillo son moneda corriente, es inherente y se da por sentado…»
Ah, y lo de las casitas de colores en la Habana Vieja no era un filtro de Instagram, era real. Descascaradas y viejas (o con magia vintage, depende de cómo lo quieras ver) pero cada una de un color pastel diferente. La palabra fotografiables les queda chica. Pregunté fascinada a nuestro guía: “¿Por qué tienen estos colores las casas?” “Porque eran los que tenían los cubanos en ese entonces”, me respondió con una sonrisa y un poco de miedo de decepcionarme con la respuesta. Claro, yo esperaba una explicación poética, un razonamiento complejo. Pero no. Porque la principal lección que me dio Cuba se resume en ese diálogo: acá, la forma de vivir es modesta sin intentarlo, lo simple y sencillo son moneda corriente, es inherente y se da por sentado.
En una ciudad detenida en el tiempo, colorida, alegre, musical – porque a nadie le da pudor bailar y cantar en las calles, todo lo contrario –, amable y auténtica, lo material no tiene lugar. Te puede gustar o no, podés sentirte cómodo despojándote del lujo o podés pasártela extrañando la Coca Cola y el Mc Donald’s. Pero lo que no podés es negar que la vibra es única y que este viaje no es uno más. Hoy, a mi vuelta, puedo decir con seguridad que de Cuba me fui con muchísimo más que un par (bastante) de tonos más de bronceado y fotos con casas de colores.
Fotos: propias y Unsplash