Cine Club Mon Amour
Por Alejandra Koser
Del asiento de adelante cuelga un cartel: NO FUME NO BEBA NO PATEE EL ASIENTO. Bueno, ¡qué bienvenida!, no son cosas que estuvieran en los planes de todos modos; pero dígame, señor, ¿esto rige para el taxi o para la vida en general?
En el espejo retrovisor aparecen unos lentes gruesos, con marco marrón, unos ojos que de tanto enfocar muy lejos, predecir el comportamiento de los semáforos, se quedaron con los párpados abiertos a tope, como los de un tarotista que vi en un aviso de unión de parejas. Mejor me dejo de hacer la graciosa. Mejor acepto sin ironía, casi con ternura, el sistema de advertencias -“si va a pagar con cien avise”- que le permite, al conductor, fantasear con que domina el factor problemático intra-automovilístico, el pasajero, la pasajera, y de paso, contrarrestar con regulación propia el absurdo tenaz, envolvente, de las normas de tránsito; después de todo es un día de sol y estoy yendo a ver una película a un subsuelo, un subsuelo encantador, pero un subsuelo, algo que está por debajo de la tarima de la vida, el lugar de las calderas, de los números negativos de los ascensores, de las raíces angurrientas de las plantas.
Queda en el Hotel Elevage, en la calle Maipú. Afuera hay una foto de Juliete Binoche, en un plano strapless, con cara de estar harta, harta de algo sórdido, los hombros desnudos y el flequillo arremolinado en la cara y las ojeras manchadas con maquillaje negro, harta de lo bueno, o sea satisfecha, oh sí, y así me había llegado al mail, en la cartelera diaria del cineclub Buenos Aires Mon Amour que, como sucede con las cosas lindas y buenas, que resultaron lindas y buenas en algún momento, cansan un poco con la cantidad de gacetillas que llegan al respecto, tooodos los días un mail de BAMA; una empieza a borrarlos sin leer, hasta que una tarde poco prometedora hace click de nuevo, y ahí está, encadenada al mailing con cariño, obediente, apurándose por no llegar tarde.
Bajando las escaleras, el celular se queda sin señal, la gente habla muy bajo, sentada en sillas bonitas, en sillones impecables, parada al lado de un piano. Transmiten una impresión general de turismo, el color claro de la ropa, liviana, de gabardina o algodón, la espera paciente de quien tiene un porvenir feliz y sólo es cuestión de minutos. Me acerco a una mesa chiquita, atrás hay una mujer a medida, menuda, como si el esfuerzo de reducir la instancia comercial del cine alcanzara la contextura física de la encargada de recibir los veinte pesos. Pregunta si tengo reserva, un tono que perdona de antemano, que dice vas a pasar igual, tacha mi nombre en letra times new roman diez en una lista de seis o siete. Cuando abren la puerta de la sala, me siento en la fila de adelante, nadie a los costados, saco de la cartera dos tofis blancos y una mentita y los apoyo en el cenicero que está ahí como puro accesorio, como el piano, como las preguntas, como el teléfono sin señal: la preciosura de las cosas que se volvieron inútiles, que se dan el lujo de estar en reposo. Estiro las piernas sobre la alfombra, me hundo en el respaldo bajito que llama a deslizarse, el sillón suave, con apoyabrazos como medianeras, de a poco me instalo en la idea cálida de estar a solas, soterrada, invisible.
En la pantalla, una polaca hermosa (hermosísima), una especie de Luisana Lopilato de superyó más flojo, prostituta ella, canta junto a su cliente una canción, Les Feuilles Mortes, entonces, aunque la película, Elles, por momentos me aburre, la música va ocupando espacio, despacio, y unos subtítulos amables entregan un poco más de sentido (tú me amabas, yo te amaba / pero la vida separa a los que se aman / muy suavemente, sin hacer ruido) y no estoy segura de si llegamos a esta estrofa o es solamente las veces que la escuché en otras versiones, después, versiones mucho peores, lo que hay en Youtube.
Una noche me voy a quedar en una habitación del Elevage. Me voy a dar un baño de media hora y voy a dormir, todas las horas que pueda voy a dormir, y al día siguiente voy a mirar otra película, la que sea, como cuando me la jugué con Por el camino, que se parece a En el camino de Kerouac por la parte de los viajes, aunque en este caso la aventura transcurre en Uruguay. El protagonista es un chico pelirrojo que va al mismo gimnasio que yo, que tira golpes a la bolsa de box con los pantalones muy cortos. La película es mala, malísima, y se complica con que los personajes hablan en inglés casi desde el principio, cuando el Colo conoce a una belga que no habla español. La salva ese guiño que funciona para mí sola: el chico con las piernas más largas del gimnasio, o los shorts más cortos, tirando frases en inglés en un recorrido por pueblos uruguayos, con un tío que lo recibe en una bata de toalla blanca, un grupo de hippies que lo mandan a dormir a la intemperie, un guiño customizado, algo que funciona sólo en la intimidad de la sala. No quisiera ser tendenciosa pero cuando mi compañero de boxeo y su amada corren al mar y revolean la ropa, con un viento de aproximadamente ciento veinte kilómetros por hora, y en la escena siguiente aparecen acostados en la arena, vestidos de nuevo, y una se pregunta quién fue el capo del equipo de producción que atajó los trapos, que los atrapó, es una de mis partes favoritas del cine nacional uruguayo hablado en inglés.