Una de las tantas espectaculares bicisendas suecas
De repente el mundo se volvió minimalista y preciso. De golpe, me encontraba caminando por planicies onduladas, de pastos breves, cultivos rotados y molinos inmensos, productores de energías renovables. Los lugares comunes eran ciertos. Las calles lucían prolijas. En un parque, los niños y sus maestros armaban banderas de la diversidad. Los autos me cedían el paso al cruzar las avenidas, los jóvenes sonreían y transmitían la felicidad estandarizada de los avisos de Apple. Había frutos rojos en las plantas de los canteros y casas construidas con eficacia pero sin pretensión. Geografías adecuadas. Bicisendas que fotografié hasta el cansancio. Arquitecturas que rinden culto a la matemática. Vientos que no me provocaban temor. Cementerios bellos, colmados de árboles de todas las formas, frente a un hospital inmenso, de alta complejidad y ladrillos a la vista. Había runners que podían ser yo, o cualquier amigo, replicando su trote de bienestar sobre campos que dan envidia. Filósofos del ambientalismo. Medios de transporte eléctricos, no contaminantes, que llegaban a la hora señalada. Y pasajeros sin apuro, de fisonomías angulosas, vestidos a la moda.
«En un parque, los niños y sus maestros armaban banderas de la diversidad. Los autos me cedían el paso al cruzar las avenidas, los jóvenes sonreían y transmitían la felicidad estandarizada de los avisos de Apple. Había frutos rojos en las plantas de los canteros y casas construidas con eficacia pero sin pretensión.»
Yo tenía un tic, dispararle fotos a los entornos con mi IPOD inseparable, y Linda se reía de mi estupidez: este viaje había comenzado con plenitud, pero sin asombro, en una ciudad –Barcelona- que me sonaba a Buenos Aires, donde quería jugar a ser foráneo y no lo conseguía. Ahora, en cambio, a pesar de mi altura y de mis rasgos, lograba sentirme ajeno, visitante, torpe, una sensación cierta de observador del espacio desarrollado, que se me abría para que experimentara su perfección e hiciera lo que quisiera con todo ese estado de bienestar edificado en los años ’80 a fuerza de social democracia.
La pulcritud y el orden de las calles nórdicas, de espaldas: Linda
Entonces Emma, la hermana de Linda, nos conducía en su Peugeot rural por los caminos del inspector Wallander, tierra de sembradíos y establos reciclados, viejos mercados de anticuarios llamados “Loppis” y una frescura proveniente del Báltico cercano. Todo lo que sabía de esta parte del mundo lo había hallado en la saga de Hemming Mankell sobre su alter ego Wallander, un policía de Ystad, parco y atormentado, que se dedica a resolver crímenes cometidos por asesinos que matan con talento a víctimas no tan inocentes. Un ápice de tensión y complejidad detrás de la calma escandinava.
«Lograba sentirme ajeno, visitante, torpe, una sensación cierta de observador del espacio desarrollado, que se me abría para que experimentara su perfección e hiciera lo que quisiera con todo ese estado de bienestar edificado en los años ’80 a fuerza de social democracia.»
Llegamos a una rotonda, un cruce de autopistas, y lentamente fuimos penetrando en la normalidad de Lund, la ciudad de mil años de antigüedad donde Linda nació y estudió, donde fue rebelde, fue punkie y fue grunge, y donde vive su madre, Elizabeth. Entendernos. Reconocernos. Observarnos. Repasar con la mirada texturas y tramas. Pienso en eso mientras contemplo en silencio los movimientos de Elizabeth, su hospitalidad prosaica de poema griego; su despliegue, su manera de preparar el té, la pasta de gambas y eneldo, la crema de remolachas, los arándanos, el pomo de caviar, el pan tostado.
Malmö y su edificio Turning Torso de 54 pisos, uno de los más altos de Escandinavia
Estamos barriendo distancias, provocando una fusión de universos y círculos que hasta entonces han ocurrido en dimensiones opuestas; un puñado de vidas desgranadas a un lado y otro del planeta ahora se encuentran sentadas en una misma mesa. ¿Cómo lo conseguimos? ¿Por qué me hallo en Escandinavia, en la casa de una familia normal y dichosa, pero tan lejana e imposible para mi ritual de lo habitual? ¿Cómo logramos esto? Trato de abstraerme, de mirar en perspectiva la situación: Linda me observa, siempre sonríe; Emma enciende las velas de un candelabro y un vecino africano llamado Matate –negro, anciano, canoso- ha llegado para sumarse a la cena. También está Ana, la pareja de Emma, a cargo del plato principal, un guiso de abas y tomates que mientras escribo me dan ganas de volver a probar.
«Estamos barriendo distancias, provocando una fusión de universos y círculos que hasta entonces han ocurrido en dimensiones opuestas; un puñado de vidas desgranadas a un lado y otro del planeta ahora se encuentran sentadas en una misma mesa. ¿Cómo lo conseguimos? ¿Por qué me hallo en Escandinavia?»
Ana conversa con seguridad y me introduce en flashes de la vida cotidiana sueca. Chequea en su Iphone 4S el estado del tiempo para comentarme cómo será el clima durante los días por venir. Nos pregunta qué pensamos hacer. ¿Caminar? ¿Recorrer? ¿Dormir? ¿Descansar? Emma, Ana, Elizabeth, Linda, Matate y yo establecemos una empatía que nos deslumbra y nos llena el alma. Celebramos la reunión, brindamos con vino y, luego de la comida, salimos a caminar.
Después, otra vez los prados, otra vez las nubes y el sol desplomado sobre los árboles en el horizonte. Más tarde, la noche, un cigarrillo, una cerveza y el intercambio de impresiones. Me conmuevo con la belleza del barrio oscuro, apenas iluminado por luces anaranjadas de neón, y saco más fotos. Las casas calladas me recuerdan la tapa del disco de una banda indie que ya no escucho. Linda se ríe; todo el tiempo se ríe de mis lecturas y comentarios tontos.
Los días transcurren con una cadencia que nos mantiene relajados, en una dinámica casi de hijos adolescentes. Somos atendidos de una manera inesperada. No recuerdo haberme sentido así desde los 15 años. A diario, me despierto, salgo del cuarto despeinado y en shorts, saludo a Elizabeth, me invita a sentarme para desayunar. Linda se suma. Tiene virtud de la felicidad por la mañana.
Luego salimos a caminar por Lund, compramos ropa en tiendas de segunda mano, jugamos backgamon en un bar donde pasan rockabilly, visitamos la catedral, la universidad donde Linda estudió. Volvemos a casa de Elizabeth, nos echamos en el sofá. Elizabeth nos prepara meriendas invalorables y miramos documentales de la televisión pública sueca sobre el origen de los terremotos.
Parada de ómnibus en algún lugar de Suecia, con suecos (vestidos a la moda: as usual)
Un día intentamos ver una película y descubro que los subtítulos sólo están en noruego, danés, finlandés o sueco. Linda siempre hace un chiste, una mueca, algo que me roba una carcajada y más cariño. Otro día tomamos el tren a la ciudad de Malmö. Caminamos sin destino por sus calles ordenadas. Compramos frutas en un mercado. Y más tarde un kebab. La pregnancia de la cultura árabe que atraviesa toda Europa. Recorremos la costanera y nos sentamos a beber frapuccino en la terraza de un bar donde pega el sol y nos ofrecen frazadas para no pasar frío.
«Me conmuevo con la belleza del barrio oscuro, apenas iluminado por luces anaranjadas de neón, y saco más fotos. Las casas calladas me recuerdan la tapa del disco de una banda indie que ya no escucho. Linda se ríe; todo el tiempo se ríe de mis lecturas y comentarios tontos.»
En otro tren, cruzamos a Copenhague y nos perdemos por las calles con olor a marihuana de la República Cristiania, donde los militantes anarquistas se oponen a las leyes de la Unión Europea para proclamarse libres pero viven en la contradicción del gueto. Compramos una lámpara, que pronto colgaré en la casa de Barracas. Volvemos a Malmö y a Lund y a los caminos rurales. Pruebo mil variedades de pescados, preparados de diversas maneras. Y también vinos exportados de California que me dan alegría.
No me quiero ir y menos distanciarme de Linda. Pero nuestra historia debe continuar. Una noche en la cama, le digo a Linda que la espero en primavera y que con eso dejaré de escribir y terminaré este relato. Ella se alegra, se deslumbra, sus ojos me iluminan. Te espero en primavera, repito. Y ella sonríe y me dice lo mismo: te espero en primavera.
Cartas del Este: primera entrega http://malevamag.com/index.php/cronicas-por-el-este-de-europa/
Cartas del Este: segunda entrega http://malevamag.com/index.php/cartas-del-este-segunda-entrega/