No es la primera vez que alquilamos un velero para navegar en agua salada, pero sí debutamos en esto de izar velas de un barco ajeno, en un lugar que no es el Río de la Plata, con nuestro hijo de 9 meses, Ulises. Hoy, somos una tripulación de tres. Belice es Caribe, agua turquesa y la segunda barrera de coral más grande del mundo; es un paraíso cercano (término relativo si los hay, la Polinesia son muchas más horas de vuelo) y un destino más o menos exótico entre argentinos. Acá, las coordenadas básicas: Belice es en español y Belize, con Z, en inglés, que es el idioma oficial de este país; limita al norte con México, y al sur y al oeste con Guatemala; su moneda es el dólar beliceño, que vale exactamente la mitad que el dólar verde, y que tiene a la Reina de Inglaterra estampada en cada billete; su población no alcanza las 400 mil personas y tiene unas 450 islas repartidas por toda la costa. Por esto, y por lo que sigue, Belice es para hacer a vela.
Mango es un velero francés, botado en el 2011, de 37.8 pies de eslora (11 metros), dos camarotes, timón de rueda y velas inmensas. Antes de embarcarnos, Diego nos explica las condiciones para la navegación en la zona, nos adelanta el pronóstico para la semana y repasa con nosotros todos los rincones e instrumentos del barco. “Hay que navegar con los ojos puestos en el agua, porque hay bancos de arena y corales que no están indicados en las cartas ni en el plotter”, dice. Y así sería: Juan al timón, muchas veces con Ulises en brazos, y yo en la proa, señalando desvíos en el rumbo, a babor o estribor, cada vez que el agua se pusiera turquesa de más. Alquilar un velero en Belice cuesta desde US$ $2631 por semana, más US$ 150 por día si es con skipper (para quienes no sepan navegar, o prefieran encargar la tarea a un experto en el área). Más información en www.moorings.com
Viajar en velero y en motorhome tiene ciertas similitudes. Adentro, Mango tiene cocina, baño, una mesa con sillones alrededor, espacios para recostarse a leer o dormir la siesta. Y de la escotilla para afuera, el copit es como un patio con la pileta más increíble e infinita, bancadas a los lados y un balconcito en la popa para tirarse de clavado al mar. Corre el primer día a bordo. Desembarcamos en Placencia para llenar la heladera y las alacenas de Mango, según Diego, este es el único lugar donde se puede comprar víveres. El resto del viaje sería entre islas que forman parte de reservas naturales, muchas veces, totalmente deshabitadas. Es el paraíso antisocial.En Placencia, Lorenzo hace helados artesanales con la receta de su papá, que era heladero en Italia. Imperdible el cucurucho de chocolate amargo y coco, dos ingredientes de cosecha beliceña. La heladería se llama Tutti Frutti y está ubicada sobre la calle principal s/n.
www.hatchetcaye.com
«Pasamos por la diminuta isla Wippari, donde se hacen retiros de paz y pesca; conocimos los Cayos Gemelos, las islas Pelican, la playa de Moho, Cocoa Plum y The Queen Cays. En general, son islas con fondo de arena y coral.»
* Hatchet es un resort con piscina, cabañas, dive center y restaurante a la carta. Dormir, con todas las comidas, traslados desde Placencia y excursiones cuesta US$ 300 por día, por persona. El cubierto en Lionfish Grill ronda los US$ 60 (www.hatchetcaye.com)
Es cierto, a vela se puede ir a donde uno quiera, siempre que: el viento sea portante, haya suficiente agua bajo la quilla y no se esperen tormentas ni ráfagas demasiado fuertes. Por eso las rutas se dibujan en lápiz sobre la carta náutica, para poder borrar y recalcular cada mañana, después de escuchar el pronóstico en la radio. Pasamos 24 horas de lluvia tropical refugiados en los Twin Cays, con fondo limoso y vegetación que protege de todos los vientos. “Es el único lugar donde no se puede hacer snorkeling, al menos, no se los recomiendo, está lleno de cocodrilos”, nos había advertido Diego. Justo acá, una serie de eventos desafortunados terminan con el “dingy” (gomón auxiliar que llevamos arrastrando por la popa) navegando a la deriva hasta quedar atrapado entre los manglares. Sin pensarlo dos veces, Juan se descalza y se lanza al rescate del gomón. Nunca lo vi nadar tan rápido.
Es el último día, navegamos por los canales Inner y Victoria de regreso a la base de The Moorings. Todo a vela, con el Genoa totalmente desplegado y la mayor a tope, hacemos un promedio de 7 nudos por el través (unos 15 kilómetros por hora, más que digna y agradable velocidad crucero). A media mañana, yo tratando de dormir a Ulises en su camarote, escucho que Juan grita desde el timón: “¡Delfines!”. Sólo eso nos faltaba ver y ahí están, cuatro adultos y dos crías saltando en la proa, tildando el casillero de “contacto directo con la naturaleza”.