ASÍ ME FUI CUATRO HORAS Y MEDIA DE ESTE MUNDO CON MARINA ABRAMOVIC / POR SOFÍA ALMIROTY

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La interacción total de Marina Abramovic con el público

 

Así me fui cuatro horas y media de este mundo con Marina Abramovic. Por Sofía Almiroty.

Los primeros minutos en el workshop de Marina Abramovic sentí que me había tragado un caracol gigante. Entré en el galpón y me dijeron que tenía que dejar mi reloj y mi teléfono en un locker, y que los periodistas no podíamos ni grabar, ni tomar notas, ni sacar fotos. Dejé todo lo que traía conmigo. Caminé unos metros, fui al baño –porque si en la mitad te agarraban ganas de hacer pis, era el fin de la experiencia y abandonabas la sala– y antes de entrar al espacio performativo, o al espacio donde iba a pasar algo que no sabía qué era, me entregaron un par de audífonos grandes y acolchonados para aislar el sonido. Fue muy efectivo. Apenas me los puse, una compuerta invisible se cerró y me arrastró con ella. Ese paredón de silencio entre el afuera y el eco de mi propia existencia me generó el primer impacto perceptivo de la experiencia.

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De negro, los facilitadores, quienes guiaron al público durante la performance colectiva

«Los primeros minutos en el workshop de Marina Abramovic sentí que me había tragado un caracol gigante. Entré en el galpón y me dijeron que tenía que dejar mi reloj y mi teléfono en un locker, y que los periodistas no podíamos ni grabar, ni tomar notas, ni sacar fotos. Dejé todo lo que traía conmigo.»

El lunes empezó la Primer Bienal de Performance de Buenos Aires, organizada por Graciela Casabé y la UNSAM (Universidad Nacional de San Martín). Para la apertura del festival invitaron a Marina Abramovic, una artista más que emblemática en el mundo del arte contemporáneo (de hecho hay quienes la consideran la artista viva más importante del mundo). En la performance es fundamental poner el cuerpo, porque se trata de eso: de un cuerpo, dispuesto en un espacio, ante un espectador.
Abramovic hace cuarenta años que recorre el camino de ponerle el cuerpo a todo: lo prendió fuego, le talló estrellas con hojas de afeitar, lo alimentó con drogas, lo hizo sangrar. Se dejó apuntar con flechas, con armas y con cuchillos. Se dejó pegar cachetadas, golpeó su cuerpo contra bloques de concreto, vivió en una galería doce días, caminó la Muralla China y se masturbó durante siete horas seguidas en el Guggenheim de Nueva York. En el 2010, se viralizó un video que la mostraba a ella sentada frente a su ex pareja, agarrados de la mano y llorando. Esa imagen tuvo más de nueve millones de visitas en Youtube y formó parte de la retrospectiva que ese año hizo de su carrera en el MoMa. Durante las horas que abría el museo, ella se sentaba en una silla y esperaba que alguien se sentara en frente suyo para contemplar a la persona a los ojos. Abramovic se sentó más de 700 horas en un museo y miró a más de un millón y medio de personas a la cara, ¡casi todas lloraron! El miércoles asistí al taller que dio en el Centro de Arte Experimental de la UNSAM, era gratuito y no necesitaba inscripción previa. Llegué a las 10am cuando abrieron las puertas, y ya había gente desde las siete. Estaba por empezar la primera performance de Abramovic en Argentina.

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Acostarse en el suelo o en catres fue una de las posibilidades para dejar volar la mente

 

 «Vi a Marina Abramovic sentada en una silla a treinta centímetros mío. Con los ojos cerrados, meditaba. Quizás así medita cuando se va de retiro a lugares inhóspitos, como en el medio del Amazonas…me paré al lado suyo, cerré los ojos, y medité…me imaginé que era un árbol y que de mis pies se extendían raíces. Me visualicé como diferentes tipos de árboles: un ceibo, un palo borracho, un pino en medio del viento que vaticina la tormenta.»

Apenas entré y me pusieron ese par de audífonos gigantes el mundo se detuvo un instante y cuando me reincorporé sentí todo más lento. Una de las facilitadoras –había personas vestidas de negro que oficiaban de guías– me agarró de la mano y me llevó hacia uno de los extremos del galpón. Nos paramos, respiré, y empezamos a caminar agarradas de la mano en cámara extremadamente lenta. Levantar un pie, sentir las piernas, apoyarlo y levantar el otro. Después de unos pasos, me soltó la mano y me dio una indicación haciendo una seña con su mano y en absoluto silencio: “repetí esto cinco veces”. Eso era todo lo que sabía que tenía que hacer. Lo hice. En el camino, ida y vuelta de una punta a la otra, empecé a mirar hacia adentro. Miré a las personas, y cada una me reflejaba algo. Pensaba una idea o esbozaba una teoría. Cuando me estaba yendo por las ramas, volvía a mis pies, tomaba conciencia sobre cada centímetro de mi cuerpo, lo que los monjes budistas llaman mindfulness, y volvía de alguna forma a la tierra. A dos pasos la divisé a Marina Abramovic, agarrando de la mano a un hombre y caminando en slowmotion, tal como ella lo llama, junto a él.
Terminé las cinco repeticiones y de repente se abrían ante mi muchas opciones: podía pararme en una tarima en forma de cruz en el centro de la sala, podía acostarme en un catre, taparme con una frazada, cerrar los ojos, podía sentarme en una silla y mirar una cartulina de color durante el tiempo que quisiera, podía caminar por este galpón en el medio de Almagro, podía abrazarme con alguien, podía mirarme a los ojos, podía sentarme en una mesa. Hice esto último. Caminé en cámara lenta, pasé por donde estaban los catres y las personas acostadas, y me senté en una mesa a separar lentejas de granos de arroz. Junto con la pila de granos te ofrecían un lápiz negro y una hoja. Al lado mío estaba el cartel que indicaba: “separe y cuente”. Eso hacíamos 48 personas en dos mesas distintas. Cada uno a su manera, separa y contaba granos, dibujaba formas, armaba montoncitos y permanecía. Por momentos quería eyectarme de la silla porque el dolor del cuerpo se volvía inmatizable. Con esta actividad advertí que tengo las cervicales en estado de emergencia. Movía el cuello en diagonal para un lado y para el otro y sentía resonar los tendones –se supone que los tendones no suenan– como cuando frena el subte y aturde su chirrido. Juntaba ánimos, perseverancia o ese tipo de fuerza interior que te dice ‘un poco más’ y seguía contando. Conté 1238 lentejas y más de 2.600 granos de arroz, y no terminé de contarlos todos.

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Con tranquilidad, con nervios, con emoción / Hubo de todo cuando la gente pasaba a estar frente a frente con una de las artistas más gravitantes del mundo

«Podía pararme en una tarima en forma de cruz en el centro de la sala, podía acostarme en un catre, taparme con una frazada, cerrar los ojos, podía sentarme en una silla y mirar una cartulina de color durante el tiempo que quisiera, podía caminar por este galpón en el medio de Almagro, podía abrazarme con alguien, podía mirarme a los ojos, podía sentarme en una mesa.»

Cuando me levanté de la mesa, me paré, caminé dos pasos y vi a Marina Abramovic sentada en una silla a treinta centímetros mío. Con los ojos cerrados, meditaba. Quizás así medita cuando se va de retiro a lugares inhóspitos, como en el medio del Amazonas, o quizás así medita en su casa del SoHo de Nueva York. Me paré al lado suyo, cerré los ojos, y medité. Alterné entre abrir y cerrar los ojos. Cuando los cerraba entraba en un estado de trance sutil, me tambaleaba sobre mi propio eje, hasta encontrar equilibro. Me imaginé que era un árbol y que de mis pies se extendían raíces. Me visualicé como diferentes tipos de árboles: un ceibo, un palo borracho, un pino en medio del viento que vaticina la tormenta. Cuando abría los ojos, observaba. Veía a personas abrazándose, mirándose, caminando tan lento que podría ser una película experimental de cine mudo, personas durmiendo, sentadas, estirándose, mirándose. Cerraba los ojos y miraba adentro, abría los ojos y miraba afuera. En esta alternancia transcurrió la mañana y parte de la tarde. En un momento, divisé una persona que se desmayó, cayendo de una tarima al piso. Todos seguíamos a nuestro ritmo, haciendo lo que veníamos haciendo. Los facilitadores se acercaron y la persona reaccionó. Seguí caminando, me senté en una silla, me agarraron de la mano, miré un cuadrado amarillo, me lagrimearon los ojos, seguí caminando, lento pausado.

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Los auriculares te alejaban del mundo externo

«En un momento, divisé una persona que se desmayó, cayendo de una tarima al piso. Todos seguíamos a nuestro ritmo, haciendo lo que veníamos haciendo. Los facilitadores se acercaron y la persona reaccionó. Seguí caminando, me senté en una silla, me agarraron de la mano, miré un cuadrado amarillo, me lagrimearon los ojos, seguí caminando, lento pausado.»

Salí porque ya no aguantaba más las ganas de ir al baño. Permanecer parece ser uno de los mantras que esta artista lleva hoy a los museos y galerías más emblemáticos del mundo. Cuando fundó el Marina Abramovic Institute en el 2011, le dijo al New York Times: “Ahora mi trabajo se trata sobre cambiar la conciencia de los seres humanos de este planeta.” Así de ambiciosa, así de intensa. La cuestión es que permanecí 4 horas y media ahí adentro.
Quizás suena ridículo que haya gente esperando horas, haciendo fila desde las cuatro de la mañana o que suspende actividades o falte a reuniones laborales –como me pasó a mi sin quererlo–, pero si el arte tiene la misión de transformar, la performance y especialmente una como la de Marina Abramovic logran eso. Cuando salí no podía hablar, me costaba interactuar. Iba lento, y toda la ciudad seguía su ritmo habitual. Llovía y el otoño de Buenos Aires se presentaba estoico, húmedo y frío. 
 

 
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Fotos: gentileza BP 15