A las 5 de la tarde de un miércoles, con una lluvia copiosa afuera, en La Mar suena música alegre, candente, de fiesta. El equipo ordena después del servicio del mediodía y ya prepara la noche, con reservas completas. Anthony Vázquez, el chef ejecutivo, después de hacer una escapada para buscar a su hijo por el colegio, ya se viste con chaqueta y delantal.
Antes de La Mar, Anthony nunca había venido a Buenos Aires. Nacido en Arequipa, formado como cocinero en Lima, era parte del equipo de Gastón Acurio, el mayor promotor de la cocina peruana en el mundo. Ya había participado de las aperturas del restaurante en San Francisco, Madrid, Barcelona, Chicago y Nueva York. “Lo vi tan convencido de abrir acá que compré lo que decía y vine”, asegura. Fue su primera vez en la ciudad que hoy elige para vivir con su familia. A dos años de su estreno, La Mar se convirtió en una cocina referente de la escena porteña con su propuesta de pescados y mariscos, productos que abundan en nuestras costas pero no en nuestros platos. Anthony tomó ese desafío y lo convirtió en éxito. Desde ahora la carta del restaurante no será por estación sino que cambiará cada semana, 15 o 20 días, según lo que esté más fresco en el mercado: “La cocina no tiene límites y este formato nos libera de la estructura, podemos crear lo que sea mejor cada vez”, dice. Ya piensa a largo plazo: por delante tiene la apertura de Tanta -el restaurante de cocina criolla de Acurio-, un libro para el que van a recorrer la costa para registrar los productos del mar (será la primera publicación de La Mar en todo el mundo) y para 2018 ya proyecta la llegada de otro formato, La Barra Chalaca. “Es mejor hacer más cosas que menos”, asegura.
.»Queremos sentirnos la catedral del cebiche: tener muchas variedades, crear todavía más. Busco que un comensal venga y diga “esto es casi un vademecun del cebiche”. Quiero sentirme libre. Siento que La Mar es un laboratorio: traemos un pescado y lo hacemos cebiche, causa, sudado, a las brasas, frito, saltado.»
Viniste con la idea de no adaptar la cocina peruana al paladar argentino, pero sí te amoldaste a los productos disponibles aquí. ¿Cómo fue ese trabajo?
Lo primero que me dijeron cuando llegué aquí fue “vas a tener problemas porque no vas a conseguir ají, cilantro, picante, pescados, mariscos”. El error es que uno quiera hacer aquí lo mismo que en Perú. A veces no importa cuál es el recorrido que tu hagas si no el resultado que sacas. Para llegar al mejor cebiche tuvimos que cambiar la leche de tigre: al limón sumarle lima, ponerle un poquito de azúcar para subir el rocoto que aquí es más ácido. Nos adaptamos a esos productos. Queremos sentirnos la catedral del cebiche: tener muchas variedades, crear todavía más. Busco que un comensal venga y diga “esto es casi un vademecun del cebiche”. Quiero sentirme libre. Siento que La Mar es un laboratorio: traemos un pescado y lo hacemos cebiche, causa, sudado, a las brasas, frito, saltado. Los productos marinos no tienen techo. Nos dimos cuenta de que cada cebiche tiene que tener su personalidad, su perfil, así como cada persona es diferente a la otra.
Decís que hubo muchos interrogantes al comienzo. ¿Te asustó el panorama o sabías que podías crear este éxito?
Nunca había venido a la Argentina. Más que miedo, sentía que tenía un reto importante. Cuando llegamos aquí recibimos mucha ayuda de colegas que nos han abierto los brazos, nos compartieron sus vínculos, sus productores. Al principio íbamos al Barrio Chino a ver quiénes eran los proveedores de pescado, les dejábamos nuestras tarjetas, los invitábamos a comer. Ahora nos reparten a nosotros también. Vamos al Mercado Central a la madrugada, viajamos a Chubut, a Mar del Plata, encontramos gente que saca pulpos, langostinos, almejas. Ahí nos dimos cuenta de que era posible. Hoy estoy convencido de que Argentina no tiene nada que envidiarle en cuestión de productos a Perú o a Chile. No porque sean competencia sino porque aquí no se sabe la calidad que tienen, es increíble, tienen unos productazos.
«Yo hacía cocina molecular. Miraba a Ferrán Adriá, lo máximo era hacer espumas, aires, eso era especial. El que me hizo pisar la tierra fue Gastón. La primera vez que hablé con él le presenté una causa con espumas, en La Mar Lima. Él me dijo: “¿Qué es esta cochinada?»
Sí sabías que venías a un lugar en el que se consume mucha más carne que pescado.
Sí, pero creo que ese es el éxito de La Mar. La contracorriente, apostar por algo por lo que nadie apuesta. En este país que es maravilloso, generoso, donde la gente es tan apasionada, llegas con una cosa totalmente nueva y los cimientos se mueven, cambian. Fuimos los diferentes. Nosotros no le quitamos un gramo de cebichería. Si alguien siente que esto es un restaurante pretensioso es que el código no está bien.
Viniste para hacer la apertura y regresar al Perú pero ya cumplís dos años aquí. ¿Qué te gustó de Buenos Aires ?
Mi familia está acá, llegó hace un mes, mi hijo empezó el colegio. Me quedo. Al comienzo, Buenos Aires era una ciudad que no entendía. No me encontraba, no era mi espacio. Hoy me gusta muchísimo, es segura, por más que sea gigante la siento como un barrio. Salgo a caminar, tengo amigos que nos reciben bien, con cariño. Eso me encanta de estar aquí. Además hay proyectos para hacer. Los socios me dan muchísima libertad, estoy cómodo y tranquilo. Gastón está siempre preguntando, apoyando. Nunca me he sentido solo ni abandonado en Buenos Aires.
«Anthony ya piensa a largo plazo: por delante tiene la apertura de Tanta -el restaurante de cocina criolla de Acurio-, un libro para el que van a recorrer la costa para registrar los productos del mar (será la primera publicación de La Mar en todo el mundo) y para 2018 ya proyecta la llegada de otro formato, La Barra Chalaca.»
Estás con varios proyectos en simultáneo pero, ¿qué disfrutás hacer en tu tiempo libre?
Me encanta pintar, ¡pinto muchísimo! Cocino siempre en mi casa, ahora para mi familia. Y escucho música todo el tiempo, soy fanático de la música de los años ‘60, ‘70, y de la música peruana. También me gusta ir a comer, por supuesto, por ejemplo a Grand Dabbang y Proper.
¿Y de los restaurantes peruanos?
Hay muy buenos acá, un abanico grande de posibilidades. Cuando llegamos todos tenían su restaurante favorito del Abasto. Nosotros fuimos casi el último restaurante peruano en abrir, hay gente que lleva muchos años, que trabajó bien y nos ayudó a que el argentino tradicional entendiera de qué se trata nuestra comida. Han hecho el camino. No se puede encontrar toda la comida peruana en un lugar, cada sitio tiene su especialidad. Si quiero comer pollo a la brasa voy a Mochica, para chifa visito Lung Fung. Para comida casera, Primavera Trujillana, en donde Martita hace unos potajes increíbles, con cariño, sencillitos, con mucho power. Si quiero un super sanguche, voy al Peruanito Rey, pido un pan con lechón. Para tomar leche de tigre, aparte de La Mar, elijo La Conga, ahí también es riquísimo el arroz con pollo. Y para la comida fusión hay muy buenos representantes, sobre todo nikkei, con Osaka, Olaya, Paru y Sipán.
Dijiste que recibiste ayuda cuando llegaste. Se te ve en festivales, ferias, encuentros. ¿Qué encontraste en los gastronómicos locales?
Pura generosidad. La gente que hoy es amiga del restaurante, mi amiga, cuando era niño la veía por televisión. A Narda Lepes, Fernando Trocca, Dolli Irigoyen, Francis Mallmann, los he admirado toda la vida. Me inspiré a estudiar cocina por ellos, tengo 31 años, creo que más de uno en mi generación fue inspirada por esos cocineros. Ellos comenzaron en una época en que era difícil, nadie creía en ti, han remado en lodo para formar la gastronomía latinoamericana. Cuando vine sentí su generosidad, ayuda, apoyo. No lo podía creer, es casi como vivir tu sueño. Que un día venga Narda y se siente a charlar contigo, te diga cosas bonitas, ¡Pucha, se te cae el calzoncillo! Me siento muy pequeño, tengo que aprender más siempre. Un día vino Dolli y me dice “vamos a viajar al festival Gusto, a Suiza”. Imaginate, un peruano que viene a poner un restaurante a Buenos Aires ve al personaje de la televisión que lo invita a cocinar. Viajo a fin de mes. Eso significa que tengo que hacer las cosas mejor para estar a la altura, sube la valla.
«Si quiero comer pollo a la brasa voy a Mochica, para chifa visito Lung Fung. Para comida casera, Primavera Trujillana, en donde Martita hace unos potajes increíbles, con cariño, sencillitos, con mucho power. Si quiero un super sanguche, voy al Peruanito Rey, pido un pan con lechón. Para tomar leche de tigre, aparte de La Mar, elijo La Conga, ahí también es riquísimo el arroz con pollo…»
Tus abuelos tenían una picantería en Arequipa. ¿Ese fue el primer momento en el que viviste la cocina desde adentro?
Sí, mi abuela -la mamá Meri, como le digo- cocinaba y todos los hombres de la casa ayudábamos. Yo hacía la chicha, era mesero (uno malo). Veías que tu mamá, tu abuelo, tu tío, todos sudaban, no podías quedarte viendo televisión. Yo quería estudiar pintura, pero mi familia me dijo que no. Pensé en odontología, porque mi madre quería dejarle su consultorio a alguien. Postulé a lingüística pero no ingresé a la universidad. Se me ocurrió llamar a mi abuela para preguntarle qué hacer y ella dijo: “Estudiá cocina”. En el segundo ciclo me di cuenta que toda mi vida había estado relacionada como la cocina. Pero al comienzo también me equivoqué.
¿Por qué?
Hacía cocina molecular. Miraba a Ferrán Adriá, lo máximo era hacer espumas, aires, eso era especial. El que me hizo pisar la tierra fue Gastón. La primera vez que hablé con él le presenté una causa con espumas, en La Mar Lima. Él me dijo: “¿Qué es esta cochinada? Escucha la música, mira lo que come la gente, esto no tiene sentido”. En ese momento seguramente lo odié, no lo entendí. Pero hoy no cambiaría por nada el estilo de comida que hago. Siento que me encontré, que tengo mi estilo. Antes quería copiar el de otras personas. Lo más importante es la visión que tiene el cocinero de lo que hace, la perspectiva, más allá de la receta. Entendí que a Adriá le interesaba la mirada, el sabor, la sensación, las texturas. Su deconstrucción tiene lógica en la cocina peruana también, puede hacerse en un cebiche o un ají de gallina. A mí Gastón me dio lo más grande del mundo, el amor por mi país. Me enseñó a apreciar lo que tenía, a poner mi impronta.