MYANMAR, LA TIERRA DE LOS MONJES. PRIMERA ENTREGA



Myanmar, la tierra de los monjes. Primera entrega
Por Josefina Winograd
Fotos : Josefina Winograd y Dwight Tomalty
 
Entre Longis y tanakas
Ya habían pasado cuatro meses desde mi desembarco en el sudeste asiático. Si bien quedaban incontables lugares por explorar, había empezado a añorar el cambio, la sorpresa. Quería volver a despertar todos los sentidos, que ya empezaban a advertir el confort de lo conocido. Tan sólo llegar al aeropuerto de Myanmar, o Birmania para los old fashion, confirmó que estaba en el lugar correcto. La vestimenta, el maquillaje, la simpleza y las sonrisas, de las que había escuchado hablar, iban apareciendo a cada paso qué daba. La mayoría de los birmanos usan longys, que no son más que telas enrolladas al estilo pareo, hasta los talones. La forma de atarlos es la sutil, aunque primordial, distinción entre mujeres y hombres. Por otro lado, todas las mujeres y chicos tienen los cachetes, o toda la cara, pintados con tanaka, una pasta de color marfil que se obtiene de las ramas o raíces de un árbol. Es un maquillaje tradicional que hace las veces de protector solar – y nosotros comprando Hawaiian Tropic ¡a 50 dólares! – Estas ramitas se encuentran en cualquier mercado del país.


 
Kunya, el estimulante birmano
La mayoría de los hombres, y algunas pocas mujeres, son adictos al kunya. Se trata de un estimulante a base de tabaco aglomerado con cola y una nuez de betel en el medio. Este menjunje se empaqueta luego con las hojas de la misma nuez. La metodología consiste en mascar estos paquetitos hasta el hartazgo, mientras se escupen, cada treinta segundos, los sobrantes de saliva coloreada por la nuez. Resultado: las dentaduras parecen pedir a gritos un tratamiento de encías sangrantes –que en realidad no es más que el tinte de la nuez– y el piso de la calle decorado por los escupitajos rojos. Este energizante artesanal tiene un tamaño considerable, por lo cual resulta una tardea ardua adivinar qué están diciendo cuando sus bocas están saboreando su kunya. No diría que fuera lo más estético de la cultura birmana, pero es una costumbre que lleva siglos y siglos.
Todo es a mano
El servicio de telefonía es peculiar. En la calle se encuentran señoras sentadas frente a una mesita, con un teléfono de línea para alquilar por minutos y un cable largo hasta sus casas. La kunya, el producto; y los puestos de teléfono en la calle, el servicio. En Myanmar todo es a mano, tanto en el campo como en la ciudad. Papel, lápiz y teléfono, pareciera suficiente para cualquier comercio o servicio; postergando la era informática para un futuro lejano.


 
El país de Aung San Suu Kyi
Birmania fue parte de la colonia india británica por más de un siglo. El año 1948 parecía traer mejor suerte a este pueblo, que lograba la tan añorada independencia. Lamentablemente, esta esperanza de soberanía se hizo añicos al ser asesinado Aung San, «padre de la independencia». Comenzaba entonces la era de un largo régimen dictatorial. Como si eso no fuera suficiente, las sanciones internacionales terminaron de aislar al país, encallándolo en un pasado colonial. El gobierno llamó a elecciones en los 90′, y ganó el partido opositor, liderado por Aung San Suu Kyi, hija de Aung San. El gobierno no aceptó esta derrota y decretó prisión para varios integrantes del partido victorioso. Aung San Suu Kyi, o The Lady, como suelen llamarla los birmanos, estuvo quince años bajo prisión domiciliaria y hace sólo dos años se encuentra en libertad. Para sorpresa de muchos, volvió a la política, donde está ganando poco a poco lugar en el Parlamento. Mientras me encontraba en Myanmar, ella recorría Europa, en su primera gira como política. Pocos meses más tarde le fue entregado el premio Nobel de la Paz, que no había podido recibir en 1991. La sociedad birmana está muy ilusionada con este cambio, y suele ser un tema de conversación recurrente. Los afiches de Aung San y su hija empapelan las paredes de casas y negocios de todo el país.

 
¿Son acaso todos monjes?¡La gente es fuera de serie! No hace falta pararse en la calle más de dos minutos para que alguien se acerque preguntando de dónde sos y a dónde vas. Más de una vez, en el medio de la explicación callan y deciden acompañarte, a pie o en ciclo. Todo es sonrisas en Myanmar para un extranjero, y caminar por la calle es ser mirado con curiosidad por la mayoría. Si hay chicos, indefectiblemente termina en risas y saludos: » jelouuu jelouuu» o » thank you». La adoración por los monjes es algo inédito. Pareciera que la mitad de la población viviera en monasterios; son millones y de todas las edades. Pasar, al menos una semana, llevando una vida de meditación y estudios religiosos resulta una de las tradiciones más intrínsecas de los birmanos budistas. Todas las mañanas, desde el alba, los monjes caminan en grupos recolectando donaciones. Todos colaboran, por lo menos con un grupo de monjes al día. Y esto me despertó una duda que daba cuenta de mi origen occidental: no entendía cómo funcionaba una economía en la cual tanta gente vivía de donaciones de otros, ¿trabajan el doble los “no monjes”? Cuando trataba de preguntarlo, no me entendían; supongo que les parecía absurda la pregunta, y ahí radicaba la gran diferencia cultural.


Los monje-chantas
En general, los monjes se toman su labor muy en serio, pero también se encuentran los monje-chantas, que cuando llega la noche cuelgan sus túnicas naranjas y salen a los bares a vivir la vida loca. No es una suposición mía, sino que lo vi y me lo ratificaron los propios birmanos. No quisiera recibir carta de quejas de DefensoresdelBudismo.com.
Caminar, remar y mis adorados tapones de oídos
Yangon fue la capital del país hasta hace algunos años, y el abandono se siente: muy sucia, calles rotas, e infraestructura olvidada. Luego de visitar los templos más importantes de la ciudad y caminar por las callejuelas, partí a Kalaw. Allí, hice un trekking hardcore acompañada por un guía local, con un inglés tan fluido como incomprensible, que por suerte invitó a venir con nosotros a tres amigas que sí lo hablaban perfectamente. Recorrimos paisajes increíbles y almorzamos en la casa del jefe de un pueblo en las montañas, con toda la familia. Indiscutiblemente, el mejor shan noodles y ensalada de hojas de té de mi estadía en Myanmar.
De ahí partí en una seguidilla de buses locales a Inleh Bo Teh –conocido entre los turistas como Inle Lake–, ya sin poder llevar la cuenta de cuánto tiempo tomó. Las rutas son deplorables. Conocí a Alex y Dwight, que eran solo travelers pero venían viajando juntos los últimos días. No sabía para entonces que serían compañeros de increíbles aventuras. Era una semana especial de festival. ¡Qué suerte llegar de casualidad para festivales!, pero éste consistía en el desfile de camiones y camionetas atiborradas de gente, unos encima de otros. Cada vehículo contaba con un altoparlante a máximo volumen, produciendo una filarmónica digna de ser ¡ilegal! El calor agobiante colaboraba a este particular festín. Birmania es fascinante, pero para festivales de este estilo, me animo a decir que les falta una vuelta de tuerca. Terminamos Inle Lake con lindos paseos en bicicleta y canoas por la zona, donde todo sucede en el agua: salen de sus casas y en vez de prender el auto, ¡a remar!