La obra de Vivian Maier (Nueva York, 1926 – Chicago, 2009) está envuelta de misterio e incertidumbre. ¿Cómo sucedió que una artista que está a la altura de los grandes fotógrafos del siglo XX haya vivido en el más hermético anonimato? Esta es la historia de una niñera estadounidense que durante cuarenta años capturó las escenas urbanas más extraordinarias y que, a pesar de haber tomado miles de imágenes, nunca tuvo el impulso para mostrárselas al mundo. Hoy algunos de sus trabajos que recorren museos, galería e instituciones en cientos de ciudades, se exhiben por primera vez en Argentina en FoLa (Fototeca Latinoamericana) hasta el 11 de junio.
«A pesar de eso, dedicó la mayor parte de su vida a cuidar de muchos niños, a quienes llevaba a pasear por las calles de Chicago y Nueva York, mientras hacía lo que le apasionaba, sacar fotos. Capturaba toda clase de escenas, retrataba de forma secreta a las personas que llamaban su atención y muchas veces se incluía en la propia obra (lo que hoy llamamos selfie) algo poco habitual en esos años.»
Si bien no es mucho lo que se sabe acerca de los primeros años de Vivian Maier, es cierto que no tuvo una infancia fácil. Su madre fue su única familia, con quien vivió hasta los años ’40 en Francia, después de que su padre las abandonara y donde empezó a incursionar en la fotografía, interés que llevó consigo cuando se radicó de manera definitiva en Estados Unidos en 1951 y empezó a trabajar como niñera e institutriz. Al principio revelaba en el baño de la familia con la que vivía, sin embargo al pasar los años, las mudanzas y cambios de trabajo hicieron que ese proceso se detuviera. Lo único que acumulaba entonces eran los rollos que contenían su carrera. De personalidad reservada y un tanto fría, no se abría a muchas personas y tenía poco amigos, e incluso ellos no sabían mucho acerca de su historia (algunos hasta pensaban que era francesa, por su extraño acento, quizás impostado).
A pesar de eso, dedicó la mayor parte de su vida a cuidar de muchos niños, a quienes llevaba a pasear por las calles de Chicago y Nueva York, mientras hacía lo que le apasionaba, sacar fotos. Capturaba toda clase de escenas, retrataba de forma secreta a las personas que llamaban su atención y muchas veces se incluía en la propia obra (lo que hoy llamamos selfie) algo poco habitual en esos años. Sus obras desnudan la intimidad, locura, humor, oscuridad y melancolía de protagonistas anónimos, con los que en general ni siquiera interactuaba ya que trabajaba con una cámara Rolleiflex, que le permitía hacer la toma a la altura de su panza, sin tener que acercarla a la cara, pasando aún más desapercibida. Estas escenas espontáneas develan su mirada aguda, que dio como resultado imágenes que cautivan por su extraordinaria originalidad y destreza para transformar lo cotidiano en poética.
«Sus obras desnudan la intimidad, locura, humor, oscuridad y melancolía de protagonistas anónimos, con los que en general ni siquiera interactuaba ya que trabajaba con una cámara Rolleiflex, que le permitía hacer la toma a la altura de su panza, sin tener que acercarla a la cara, pasando aún más desapercibida. »
Aun así lo que llama profundamente la atención del “Caso Maier” es que de no haber sido por el destino o azar, nunca habríamos conocido su increíble obra, dado que ella no sólo no daba a conocer su trabajo sino que ni siquiera se interesaba en verlo, manteniendo ese aspecto de su vida en secreto.
Recién en 2007 se destaparía la olla de esta historia gracias a John Maloof, quien estaba escribiendo un libro acerca de la ciudad de Chicago y que en busca de material había comprado un lote con miles de negativos de Maier, que tuvo guardados hasta el 2009, cuando decidió revelar una tanda y fascinado por su descubrimiento las subió a su blog recibiendo todo tipo de preguntas y comentarios sobre la fotógrafa anónima. Eso fue lo que lo llevó a buscarla, pero al enterarse que ya había fallecido siguió investigando hasta dar con una de las familias con las que Maier había trabajado, que la habían ayudado en sus últimos años de vida y tenían un depósito atiborrado de cosas que estaban considerando tirar porque nadie quería. Ellos eran los que recordaban a Vivian siempre con una cámara en mano, mientras los llevaba de paseo, por lo que Maloof empezó a entender su dinámica y forma de trabajar.
Una historia llevaría a otra y así pudo entrevistar a amigos, otros chicos que había cuidado, empleadores, colegas y vecinos y a pesar de que el resultado final es un documental muy completo (Finding Vivian Maier) todavía hay mucho que jamás sabremos de esta artista. La mayoría de los entrevistados la describen como una mujer compulsiva que guardaba absolutamente todo -desde recibos y tickets, botones o pins, diarios y objetos irrelevantes- hermética y hasta cruel por momentos, a quien le costaba relacionarse con el mundo. En el fondo de cada una de esas anécdotas queda la sensación de que era una persona compleja y un tanto oscura. Quizás por eso no pudo o quiso que se conociera su obra o quizás ni siquiera se consideraba talentosa.
A pesar de todo, algo quiso que no cayera en la categoría de artista olvidada y por eso, al igual que con otros que hoy ocupan capítulos centrales de la historia del arte, conocimos su obra cuando ya no estaba. Quien sabe cómo se sentiría hoy, si pudiera saber que el mundo alaba su trabajo y la crítica la compara con los grandes personajes de la fotografía, desde Henri Cartier-Bresson o Robert Cappa hasta Diana Arbus. Estas vueltas de la vida y jugarretas del azar no sólo develaron el misterio, sino que construyeron el mito de Vivian Maier y cambiaron la vida de John para siempre, que a pesar de que nunca llegó a conocerla, se encargó de difundir y promover su obra de manera incansable. Su patrimonio cayó en las manos correctas.