Por Teodelina Escalante
En lo que va del año, tuve la suerte de ir a varias de las óperas que se presentaron en el Teatro Colón. Cada ida es un ritual que empieza temprano para un país habituado a las salidas tardías. Cenicienta hubiera planchado como loca porque nadie llega antes de las dos de la mañana al boliche y las comidas arrancan, como muy temprano a las 10 de la noche. El horario del Colón para mi es perfecto, siempre empieza a las 20:30 en punto, salvo cuando las óperas son muy largas que entonces empiezan media hora antes. Este año sucedió con Rinaldo y la de Wagner que se estrena el 27 de noviembre para conmemorar el bicentenario de su nacimiento. Ojo con llegar tarde porque recibís unas miradas fulminantes, es una falta de respeto.
Desde la entrada, el teatro me traslada a otro mundo y ya estoy feliz de haber corrido durante todo el día para llegar a tiempo. Más ahora que está relamen como nuevo. Si llego trato de leer el argumento de la ópera en Wikipedia. Me ayuda a disfrutar más de la música porque no me tengo que concentrar en leer los subtítulos. Mi momento predilecto es justo antes de que empiece la función: las luces se apagan lentamente y la sala queda a oscuras; el director de orquesta hace su entrada y el teatro lo recibe con aplausos.
Hasta ahora he visto las escenografías más variadas. Un Cristo gigante puesto en escorzo en La forza del destino, un excepcional coro en escena en La pasión según San Marcos ¡O una romántica villa Sevillana con Santa Rita y todo! Poco a poco voy educando mi oído musical y empiezo a entrar en este mundo mágico que es la ópera. Y no hay “tutía”: la amás o la odiás. Una gran compañera para hacer este programa es mi abuela Zulema, melómana de alma, siempre me cuenta cuál es el aria más famosa o de la dificultad de llegar a tal o cual nota.
La última que vimos juntas fue I due Figaro dirigida por el genio de Riccardo Muti. Esta ópera había caído en el olvido hasta que Muti la rescató y demostró el calibre de su talento. La orquesta jamás opacó a las voces, supo transformar algo tedioso en una cosa sublime y emocionante. Entre el público, el verdadero termómetro del teatro está en el paraíso, el lugar con mejor acústica del teatro. Normalmente frecuentado por estudiantes y músicos sin mucho poder adquisitivo, estos apasionados saben lo que es bueno.
Después del teatro, es un clásico ir a Edelweiss a comer unas salchichitas de Viena con puré y un vaso de cerveza bien fría. Es un programa que recomiendo hacer. Puede dar un poco de fiaca arrancar pero siempre es una satisfacción haber ido al Colón.