«Conocer a las tejedoras de Paraguay lo cambió todo…»: entrevista a la artista Mónica Millán, en su muestra Pájaro Salvaje en la Fundación Santander de Buenos Aires

La artista misionera – elegante, precisa, atinada – se luce con una exposición textil/El amor por la imagen, la «cadena de herencias» y la cultura guaraní/Hasta noviembre de 2024.

La muestra en la Fundación Santander es también un homenaje a las tejedoras con las que Mónica trabaja su arte, sus «grandes compañeras». 

«Conocer a las tejedoras de Paraguay lo cambió todo…»: entrevista a la artista Mónica Millán, en su muestra Pájaro Salvaje en la Fundación Santander de Buenos Aires. Por Melisa Boratyn. Fotos: Matías Quintana para MALEVA.

Es diciembre de 2001 y Mónica Millán llega de una residencia en Canadá. Su plan es asentarse en Buenos Aires, pero mientras el país se prende fuego su rumbo cambia hacia Misiones, su provincia natal, y eventualmente a Paraguay donde se queda durante un año, una decisión que cambiará su vida para siempre. Elegante, precisa y atinada, Mónica es una artista inquieta y estudiosa con una gran trayectoria que se define a sí misma como un pájaro muy salvaje.

En una época en la que el mundo del arte celebraba a la pintura y desestimaba a muchas otras técnicas, Mónica se propuso hacer un cambio de dirección y navegar por el mundo del arte textil, el video y el dibujo . «El textil se pone de moda cuando el feminismo está arriba. Pasó en los 70 y volvió a pasar cuando hice la residencia en Canadá. Fue una de las experiencias más lindas que viví, donde trabajé en medio de un monte, en un taller enorme destinado al textil. Eran salas inmensas, llenas de mesas y tintas disponibles pero abandonadas porque nadie las usaba» explica mientras recorremos «Guyra ka’aguy / Pájaro salvaje» su última muestra en Fundación Santander (hasta noviembre de 2024, Av Paseo Colón 1380 – barrio de San Telmo)

Hoy el textil está en pleno auge, con muestras en grandes museos y artistas presentes en Bienales y ferias con valores en ascenso. El textil es una técnica que tiene una sólida herencia, pasada de generación en generación, lo que le otorga solidez e identidad. Desde las manos del artesano, se vuelca al mundo del arte y genera vínculos. Mónica es testigo de las grandes cosas que pueden suceder cuando se trabaja en comunidad.

«El textil se pone de moda cuando el feminismo está arriba. Pasó en los 70 y volvió a pasar cuando hice la residencia en Canadá. Fue una de las experiencias más lindas que viví, donde trabajé en medio de un monte, en un taller enorme destinado al textil. Eran salas inmensas, llenas de mesas y tintas disponibles pero abandonadas porque nadie las usaba…»

¿Cómo nace tu interés por el arte?

Hace muchos años participé de una residencia que se llamó Trama, que estaba organizada por tres artistas donde teníamos que presentar nuestro trabajo con diapositivas, en una situación de mucha intimidad. Al hablar todos los artistas nos remitimos a la infancia como punto inicial de su amor por el arte, algo para nada casual. Yo me crié en un pueblo con una madre artista, que fue la primera profesora de dibujo allí. Ella nos enseñaba y nos llevaba al río Paraná a buscar barro para hacer piezas en cerámica. También debo mencionar a mis abuelas, con quienes aprendí a bordar.

¿Cómo era ese pueblo donde naciste y te criaste en Misiones? Una zona tan cercana a Paraguay. ¿Hay puntos que se cruzan en relación a los usos y las costumbres, la tierra y los habitantes?

Originalmente Misiones era tierra Guaraní y una extensión del Paraguay. Yo nací en San Ignacio Miní y allí se nota mucho la división, aunque la cultura es la misma en todo, incluso en el ritmo del habla, la respiración y la escritura que hace que tengamos una forma y un tono que no se parece a la de nadie. De ese tipo de detalles me fui dando cuenta cuando vine a vivir acá.

¿Qué te llevó a tomar la decisión de venir a Buenos Aires, teniendo en cuenta que estamos hablando de principios de los años 80?

Cómo le pasa a la mayoría de los artistas, me vine porque el techo en las provincias era muy bajo. Había hecho un profesorado muy bueno, donde las mejores artistas de la zona eran nuestras profesoras, lo que nos daba un caudal de formación muy sólida, pero cuando salí las opciones eran casi nulas. Terminé la carrera en el 82 y lo único que había a disposición era el taller de Colorín Otaño, un artista de Chaco que había venido a refugiar a Misiones. Yo me iba ahí con mis pinceles o a la extensión de la Universidad, donde estudiaba cualquier cosa que se cruzara en mí camino. Sin embargo tenía una urgencia por hablar con colegas y mostrarme, así que me instalé en San Telmo y me morí de tristeza. La ciudad era gris, todo era gris. Me volví a Misiones hasta que un día llegó el artista Yuyo Noé.

¿Él te convenció que valía la pena darle una segunda oportunidad a esta loca y maravillosa ciudad?

Sí, de hecho trabajé y viví con él. Tiene una presencia muy fuerte en mí vida artística pero también es una figura paterna, algo que desde muy chica me faltó. En esos años le ofrecí ser su asistente pero me dijo que yo no estaba para eso. Veía mí potencial y por eso me exigía muchísimo hasta que un día, mientras desayunábamos, me enojé y se lo reproché. Nora, su esposa, ni levantó la vista del diario y me dijo «Es así». Yuyo me resaltaba que los artistas siempre nos estamos desplegando y vivimos en un constante estado de investigación, hasta que nos encontramos frente a todo ese hacer y nos transformamos en nuestro propio director artístico. «Vos ya estás ahí» me dijo. Aún así de nuevo no soporté estar acá y volví a Misiones. En esa etapa iba, venía y hacía viajes que conseguía gracias a becas y residencias, a las cuales aplicaba porque necesitaba encontrar una forma de vivir del arte. Logré mantenerme y viajar a Canadá, Italia y Paraguay en 2001, una experiencia que cambió mí vida.

Tuviste la astucia de aprovechar al máximo las pocas oportunidades que podían aparecer.

Fue la manera que encontré para volar. Había gente que estaba cómoda con lo que ofrecían pero yo soy un pájaro muy salvaje y me asfixio rápidamente, algo que también puede verse en la flexibilidad de mí obra.

«En Paraguay me llevaron a otra casita donde estaba Florencia. Ella enrollaba el hilo con el dedo del pie y hablaba con Ida en Guaraní mientras bordaban. Yo no lo sabía pero ellas eran herederas de las grandes tejedoras del pueblo y cargaban con una impresionante tradición. Quedé tan fascinada que ese mismo día escribí un proyecto entero. La gente que vive ahí es campesina y sacan el algodón del fondo del jardín para ponerse a trabajar en ese instante…»

De la pintura al textil, también trabajaste con obras sonoras y dibujo, pero mucho de eso no está presente en la muestra. ¿Podríamos decir que no se trata de una retrospectiva sino que «Guyra ka’aguy / Pájaro salvaje» aborda uno de los capítulos de tu extensa exploración visual?

La muestra iba a ser más grande pero decidimos poner el foco en el textil, que es a lo que me dedico hoy. Es una técnica que está presente en mí vida desde la infancia, cuando bordaba con mis abuelas, algo que luego no apareció en la academia, donde me orienté a la pintura. Sin embargo en 1992 la abandoné por tres años pensando que nunca más iba a hacer arte. Me dediqué a la meditación y al budismo zen y a través de los rituales que practicabamos volví a conectarme con el bordado.

¿Qué te lleva a expandir tú obra por el espacio, llegando a hacer piezas en formatos grandes y jugando con formas irregulares como pueden verse en algunas de tus primeras obras, así como en las más recientes?

La irregularidad tiene que ver con legados de las historia del arte, por ejemplo de movimientos como el arte concreto de los años 40. Como artista amo la imagen y me siento parte de una cadena de herencias. En esos primeros años amaba ir al Museo de Bellas Artes y ver esos trabajos que se fusionaron con mí adn. Los tamaños fueron llegando con el tiempo, cuando entendí que podía ver la obra en un instante. Para eso soy muy rápida y la visualizo tan bien que no tengo que hacer ni una línea de dibujo como referencia, lo que lleva tiempo es el hacer.

«Yuyo Noé (Luis Felipe) tiene una presencia muy fuerte en mí vida artística pero también es una figura paterna, algo que desde muy chica me faltó. En esos años le ofrecí ser su asistente pero me dijo que yo no estaba para eso. Veía mí potencial y por eso me exigía muchísimo hasta que un día, mientras desayunábamos, me enojé y se lo reproché. Nora, su esposa, ni levantó la vista del diario y me dijo «Es así»…»

Por último me gustaría que hablemos acerca de un factor crucial en tu recorrido como artista, que son las redes de trabajo y las comunidades de tejedoras y bordadoras con las que producís.

Trabajo con dos comunidades que conocí en ese viaje a Paraguay. Era el 10 de diciembre del 2001, cuando aterricé en un país que estaba a punto de explotar, así que si bien quería quedarme en Buenos Aires, seguí de largo. Fue un acontecimiento que lo cambió todo. Después de pasar unos meses en Misiones, llegué a un pequeño pueblo paraguayo que representaba el lugar de mí infancia, donde me recibió un grupo de tejedoras que eran como mis abuelas. Tengo recuerdos muy marcados de esa época. Un ingeniero agrónomo me dejó en la única farmacia que había, donde su dueña Ida me llevó a tomar tereré al patio. De allí me llevaron a otra casita donde estaba Florencia. Ella enrollaba el hilo con el dedo del pie y hablaba con Ida en Guaraní mientras bordaban. Yo no lo sabía pero ellas eran herederas de las grandes tejedoras del pueblo y cargaban con una impresionante tradición. Quedé tan fascinada que ese mismo día escribí un proyecto entero. La gente que vive ahí es campesina y sacan el algodón del fondo del jardín para ponerse a trabajar en ese instante. Imaginate ir de Canadá y la explotación de las tecnologías a esa escena. Estas comunidades dominan un tipo de tecnología opuesto y dificil de manejar. Por eso existen pocas tejedoras, porque construir un telar requiere de matemática y concentración, mientras que bordar se hace en compañía. Ellas son mis grandes compañeras y por eso incluí sus retratos en la muestra.

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