El tema es que de vez en cuando debo subirme a un avión (para ver a mi novio)


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Por Bárbara Lichtman
Se Viene el Mareo
Viajar en auto, barco o avión me marea. Cuando tengo que hacerlo, trato de respirar profundo y mirar hacia adelante, porque si no lo hago, siento como si un barman me batiera todos los órganos. Sí, tantos Ravis Shankar dando vueltas y yo me olvido de respirar.
El tema es que hace ya unos meses que para ver a mi novio debo subirme a un avión de tanto en tanto. Días atrás, me desesperé en el aeropuerto porque mi vuelo salió cuatro horas tarde y, ya sentada en la aeronave, nos dijeron que debíamos esperar a que cargáramos nafta. Y justamente es ahí, en la espera, cuando comienza el mareo.
Luego ansiedad y vértigo cuando despegamos. ¿Estoy a tiempo de bajar?, “Cóctel Bárbaro” de emociones al levantar altura. Cruzo los Andes y un rayo impacta en la cordillera que divide mi lóbulo derecho del izquierdo. La presión aumenta y siento flechas indígenas en el cuello. Espero no tener muchas ojeras al bajar. Quizás, si exhalo no sea tan grave. Inspiro y exhalo, uno, dos, uno, dos. Me duele la cabeza y mis pies están muy fríos. Pienso que, tal vez, los amores trasandinos sean así: una turbulencia en el pecho. Y trato de distraerme con una revista que compré en Aeroparque, donde mal o bien, me sentía segura.
Me duermo. Me levanto. Me choco contra la ventana y rebotó en el hombro de quien viaja al lado. Siento que estamos bajando y deslizo la cortina. Santiago y Buenos Aires, desde arriba, no son tan distintas.
El avión aterriza pero todavía hay que esperar sentados. Señores pasajeros, aún no se levanten, queremos que vivan en este pequeño espacio hasta que su tolerancia reviente. Tomo aire y me acuerdo de una canción de Regina Spektor en la que dice que respirar es sólo un ritmo. Entonces suspiro melodías para calmar las ansias.
Ahora sí, Señores, pueden salir.
El abrazo de bienvenida me cura de la resaca celestial y es más, hasta tengo hambre. Luego, recién llegada y en busca de un buen pescado para comer, me pregunto cuándo volveré. ¿Será en diez días? ¿Quince? ¿Cuándo? Me alejo del aeropuerto y el equilibrio de mi novio me entibia como la manta del avión. Y es en ese instante cuando pienso que es posible que nunca deje de volar, que nunca abandone esa sensación de flotar en el cielo, aunque estar enamorada me siga mareando.