¿Sería mejor que a partir de ahora no miraras a nadie?


Ese fenómeno extraño del subte: que desconocidos se amontonen, viajen juntos, y a la vez se ignoren
 

¿Sería mejor que a partir de ahora no miraras a nadie? Por Luciana Schnitman.

Sería conveniente que bajaras ahora”, me dice el reloj. Pero mis vísceras no están de acuerdo. Entonces miro el borde con desconfianza y me alejo. Dudo. Doy una vuelta (acotada, claro). Tuerzo el cogote hasta reparar en el cielo, que brilla como una corona por sobre los edificios. Luego miro el mapa de reojo, con una concentración impostada. Verde. Rojo. Turquesa. Violeta. Amarillo. Azul. Líneas de colores que se abren como si fuesen los dedos de una mano extendida y deforme. Todas confluyen en un mismo punto, como si “fuésemos todos rumbo a” o “viniésemos de” un mismo lugar.
Finalmente bajo. Atravieso- nunca plenamente convencida- el asfalto. Son unos pocos minutos, generalmente, en donde mi temor incoherente dialoga con la cordura y esta última siempre gana: le asegura que el aire también corre allí, que no pasa nada (en serio, de verdad, no pasa nada de nada); y recién ahí respiro hondo y desciendo.
Me dejo rodear por los sonidos: el agitado repicar de una orquesta de pisadas, que se diluyen paulatinamente, en un eco decreciente; el eterno girar de los molinetes; las melodías que se escapan desde las ranuras ínfimas que separan a los auriculares de las orejas de sus portadores; las ruedas que friccionan contra las vías y su chirrido, siempre agudo; puertas que se abren y se cierran bruscamente; el que pide una monedita y el que se la da, y el “chin chin” que hace esa monedita cuando aterriza y se junta con sus pares, en el fondo del sombrero de turno.
 

«Abajo corre una suerte de ley- nunca escrita (creo) – de invisibilidad. Estamos todos muy juntos, amuchados, respirando un mismo aire, viciado y viscoso, pero estamos en verdad muy separados. Solos.»

 
Me abro paso entre la multitud apurada, hasta detenerme nuevamente en el borde del andén. Cuando llega el tren de turno todos hacemos un esfuerzo desmedido por subimos, como si tuviésemos que atravesar un embudo invisible y muy estrecho. “Sería mejor que a partir de ahora no miraras a nadie”, me dice la intuición. Y es que abajo corre una suerte de ley- nunca escrita (creo)- de invisibilidad. Estamos todos muy juntos, amuchados, respirando un mismo aire, viciado y viscoso, pero estamos en verdad muy separados. Solos.
Mientras el subterráneo atraviesa la tierra como un gusano y nos mece, un montón de gente y yo jugamos a no existir por un rato. Cada uno va sumergido en su burbuja: su libro, su teléfono, su computadora, su revista, su música, sus pensamientos, su sitio provisorio. Por momentos chocamos, claro; sentimos otros cuerpos y su calor correspondiente. Pero nadie se mira, “no sea cosa que”; y al final, ni siquiera esa proximidad nos conmueve.
Nunca fui buena jugando este juego. No me malentiendan: me encantaría bajarme invicta. Lograr el cometido de no mirar a nadie; no arruinar la danza de la desconexión absoluta. Pero no puedo. Siempre, en algún punto, levanto la cabeza y miro. Busco con ansias. Hasta toparme con otro par de ojos, desobedientes y curiosos, como los míos, que me miran, despiertos y brillantes, y me dicen: “Si, estamos aquí, juntos, vos y yo, desplazándonos subterráneamente, rodeados de un montón de personas que hacen un terrible esfuerzo por no mirarse los unos a los otros; esto está pasando realmente; no te preocupes, es sumamente extraño, pero no lo estás soñando.”
foto: CC-14.