Es gracioso cuando un hombre y una mujer no están de acuerdo


las tragicómicas peleas entre hombres y mujeres demuestran lo distintos que son los 2 sexos
 
Es gracioso cuando un hombre y una mujer no están de acuerdo (¿O Será porque él es de Marte y yo de Venus?)
Por Luciana Schnitman
Hace un tiempito nos peleamos, mi amigo y yo. Sólo un poco. En la medida justa como para que la soga se tense, pero no se corte. No me gustó, por supuesto, pero tal vez era necesario. Estoy segura de que cada cual se bajó del cuadrilátero con algo valioso. Es gracioso cuando un hombre y una mujer no están de acuerdo. Es tragicómico, mejor dicho. Pero a veces realmente vemos las cosas de maneras muy distintas. No importa el vínculo preciso que se tenga con el hombre en cuestión – sea este novio, concubino, marido, padre, hijo, hermano, tío, primo, sobrino, amigo o colega laboral – muchas veces miramos distinto, percibimos distinto, sentimos distinto y nos expresamos distinto.
“Cuestión de género”, dicen. No sé cómo llamarlo, pero algo de eso hay: estamos separados por un abismo biológico. Y es gracioso cuando, porque hay amor de por medio, intentamos acercar las orillas; explicar, contar, intercambiar, comprender. Gracioso no, perdón, tragicómico, porque en el medio todos sufrimos un poco y nos frustramos otro poco. Pero al final queda un gusto dulce dando vueltas y un sentimiento similar a la ternura.
Mi amigo, por ejemplo, en esa pelea me tildó de dramática. Touché. Algo de eso quedó resonándome por todo el cuerpo. Sin embargo, yo estaba tratando de explicarle – con demasiada vehemencia, tal vez – cosas que para mí eran importantes. Y él no las podía comprender. Después de un rato de diálogo sinuoso lo sentí sensible; levemente herido. Y, de a poco, comenzaron a aflorar temas personales de cada uno que probablemente habían dejado la escena bien preparada como para que este choque se produjera y escale.
Así y todo ninguno dio el brazo a torcer. No era el momento aún de ser compasivos (no del todo). Ni bien bajé la guardia agregó que yo debería ser más abierta; escuchar más. Ok. ¡Suficiente! Le dije que si quedaba algo por charlar los hablábamos en persona. Bien. Nos despedimos. Quedo en llamarlo; me dice que así como venimos no nos vemos más. Tiene razón. Aflojo: le digo que lo extraño (mucho). Tregua. 
La bandera blanca flamea fervorosamente. Aprovechamos para preguntarnos por nuestros amores. Nos contamos cosas. Y en esa confianza, lejos de la mirada femenina típicamente juiciosa, me sentí como en casa: cómoda y liviana. Destapé mi corazón e hilvané algunas confidencias de mi vida sentimental, con total transparencia. ¡Qué placer! ¡Benditos sean los amigos varones! ¡Está buenísimo pasear por Marte de vez en cuando! Y no lo dudé: le dije lo importante que era para mí poder hablar así con él. Creí que le gustaría saberlo. Pero me cortó en seco: “Vas a pensar que soy muy retorcido, pero odio el rol del amigo gay. Es decir, terminar en el confesionario. En ese sentido no me copa necesariamente tener amigas mujeres”. ¿Qué? ¡Dale! ¿En serio? ¿Se crispó de nuevo? Le pifié. ¡Lo empalagué! Fue mucho.
Finalmente nos reconciliamos, mi amigo y yo. Sólo un poco. Sutilmente. En la medida justa como para que la soga se afloje, pero tampoco se enmarañe.
 
Dibujo: CC- Josué64