El invierno, estación polémica, me encanta por numerosos motivos

 

Atardecer de invierno en Buenos Aires
 

El invierno, estación polémica, me encanta por varios motivos. Por Luciana Schnitman.

La noche está fría y está calma. Jorge Drexler no lo sabe, pero me está cantando un montón de cosas lindas al oído. Su mentón imaginario se apoya sobre mi hombro derecho y sus labios se separan dulcemente para hablarme de su Uruguay natal. De sus raíces. Y, justo después, como quien no quiere la cosa, agrega:
“Un sueño y un pasaporte,
como las aves buscamos el norte,
cuando el invierno se acerca y el frío comienza a apretar.
Y este es un invierno largo…”
Y mientras él sigue cantando yo acerco la cara hasta el cristal de la ventana y apoyo mi nariz sobre la imagen de una ciudad casi vacía. Afuera el viento sopla con fuerza hasta hacerse silbido. Me detengo un instante a pensar en el invierno, esta estación tan polémica. Sublime para algunos; odiosa para otros.
En lo personal, me encanta vivir en una ciudad en donde se pueden apreciar nítidamente las cuatro estaciones. Valoro esa diversidad escenográfica y climática como si fuese un tesoro preciado. Entonces, mientras algunos desempolvan sus pasaportes y se preparan para perseguir el calor alrededor del globo terráqueo, yo desenfundo los tapaditos, lustro las botas, desovillo las bufandas y sonrío.
El invierno me encanta por numerosos motivos. Para empezar, disfruto enormemente del frío, en especial cuando es crudo y seco; cuando transforma nuestros suspiros en vapor blanco y nos hace sentir pequeños dragones (al menos por unos minutos).
Me gusta también porque es una estación ideal para repartir abrazos. Abrazos de los buenos, digo. Esos que duran; los que se producen cuando nos tomamos un momento para entrar en contacto con el otro y fundirnos en un mismo calorcito atemporal.
 

«Me detengo un instante a pensar en el invierno, esta estación tan polémica. Sublime para algunos; odiosa para otros. El invierno me encanta por numerosos motivos. Para empezar, disfruto enormemente del frío, en especial cuando es crudo y seco»

 
Recorro la ciudad feliz, consiente de la ternura que me provocan las narices rojas, los árboles despojados y los menús que hacen foco en esos platos de estación, con alma bien casera, que precisan ser cocinados con paciencia, pero sobre todo, con amor para salir ricos (las sopitas, el puchero y los guisos, entre otros).
El invierno, además, trae consigo una sensación de sosiego. Una cierta calma. Un permiso inexistente pero palpable, que nos afirma que está bien guardarnos un poco y correr menos, incluso en una ciudad enorme y voraz, como es Buenos Aires. Perdernos debajo de una manta (la más suave y calentita que encontremos), o entre las páginas de un libro. Bajar al kiosco en pantuflas. Derretirnos frente a una chimenea y dejarnos hipnotizar por la transformación constante de las llamas. Bajar un cambio. Y convertirnos, aunque sea por una temporada, en eximios catadores de chocolate.
Y, para cerrar, quiero contarles que también encuentro algo mágico en el recato que trae consigo el invierno. Porque la desnudez pasa a ser algo que hay que buscar; buscar bajo miles de capas y a través de un sinfín de texturas distintas. Desnudar correctamente a alguien en invierno presenta un grado de complejidad puntual, ausente en las demás estaciones; un grado de complejidad que me hace pensar que hay un gran potencial en los amores que se toman la molestia de nacer en esta época del año. Y, también, en aquellos que la sobreviven.