‘Espectacular, pero ¿cómo se te ocurrió ir a Islandia?’. Esa es la reacción de la gente. Miren bien donde está Islandia. Latitud 64, al norte de casi todo, se cae del mapa. Pónganle un dedo encima y deslícenlo al oeste: la punta de la uña ya es Groenlandia, a la que desde Islandia mirás de frente y estás a un día de navegación, si siguen, el dedo se posa sobre el estrecho de Bering que está tan al norte como Islandia.
«Miren bien donde está Islandia. Latitud 64, al norte de casi todo, se cae del mapa. Pónganle un dedo encima y deslícenlo al oeste: la punta de la uña ya es Groenlandia, a la que desde Islandia mirás de frente y estás a un día de navegación, si siguen, el dedo se posa sobre el estrecho de Bering que está tan al norte como Islandia. El mundo, los países, todas las ciudades que conocemos, quedan al sur. Esa es la sensación.»
Desde este país poblado por vikingos que llegaron de Noruega en el año 874 (y echaron a unos monjes irlandeses que eran los únicos que sabían de la existencia de «Thule – primer nombre de Islandia – » y que venían a meditar a este territorio volcánico), el mundo, los países, todas las ciudades que conocemos, quedan al sur. Esa es la sensación. Podés estar cantando en un karaoke Like a Rolling Stone de los Guns (en Reikiavik son fans del karaoke) o comiendo una sopa típica de zanahoria con una cerveza Viking (la Quilmes de allá) y de repente tomás conciencia de lo lejos que estás, de que todo quedó abajo. Es sublime sentir que casi todo el planeta quedó atrás tuyo.
Siempre me atrajeron los territorios helados y remotos del norte del mundo. Pensaba que se debe sentir una sensación de libertad increíble parándose frente a la inmensidad final y que seguro tienen los atardeceres más piel de gallina que existen. La isla de Nueva Zembla en Siberia, la cordillera de Brooks en el techo de Alaska, las islas Aleutianas, o Islandia. Sabía que el más alejado y menos poblado – 331.000 habitantes – de los estados escandinavos tiene paisajes de libro de fotografía, geiseres, que su cultura nórdica con sus sagas de navegantes es súper interesante, pero lo que más me atraía era la idea de poder llegar hasta un lugar donde me paro en la orilla, miro el océano, y pienso: «más allá (y aquí nomás) el Ártico».
«El paisaje desde el aeropuerto internacional de Keflavik hasta Reikiavik, que son 40 kilómetros, es desolado, vacío, estéril, marrón, volcánico, sin una planta. Una tundra enigmática y bastante hostil. ‘Ah, pero esto es el ártico en serio’, pensé.»
Desde Europa se llega muy fácil. Yo volé desde Milán. En cuatro horas estás. Pasé de la exuberancia de los sentidos que es Italia, del hedonismo y la calidez latina, a la sobriedad y la aridez nórdica, y polar. Por la ventanita del avión de golpe ves dos manchas enormes de hielo y empieza el descenso. El aeropuerto es moderno, prolijo, normal. Salís y en pleno verano ya sentís el aire frío y seco y puro. El paisaje desde el aeropuerto internacional de Keflavik hasta Reikiavik, que son 40 kilómetros, es desolado, vacío, estéril, marrón, volcánico, sin una planta. Una tundra enigmática y bastante hostil. ‘Ah, pero esto es el ártico en serio’, pensé. Una primera impresión que se borró con los días. Después, al recorrer más trecho, descubrís que Islandia es un país bellísimo, con valles verdes y flores violetas, glaciares enormes en el horizonte, arroyos con olor a azufre, cataratas y ríos tan grandes que algunos vikingos creyeron que habían llegado a un continente y no a una isla. Algunos lugares parecen las highlands escocesas, otros, cuando por decenas de kilómetros solo ves rocas negras y nieve al lado de la ruta, Groenlandia. Y ese cambio es brusco, constante y sorpresivo: podés pasar de un vallecito de lo más bucólico a un páramo glacial en sólo diez minutos de auto.
«Reikiavik, la capital más septentrional del planeta, es – como todo en este país – de Lego. Orden tipo de juguete, casitas de colores, algunos edificios nuevos en la costa, grúas, una bicisenda en la costanera. La ciudad da más norteamericana que europea. Muchas autopistas, muchos autos («nada quiere más un islandés que su auto», me comentaron) muchos Kentucky Fried Chickens…»
Reikiavik, la capital más septentrional del planeta, es – como todo en este país – de Lego (por algo Lego es nórdico, de Dinamarca). Orden tipo de juguete, casitas de colores, algunos edificios nuevos en la costa, grúas, una bicisenda en la costanera. La ciudad da más norteamericana que europea. Muchas autopistas, muchos autos («nada quiere más un islandés que su auto», me comentaron) muchos Kentucky Fried Chickens, mega estacionamientos. Y nunca vi tantos chicos andando en skate. Cuando salís del aeropuerto hay un mega cartel que dice en islandés: Unión Europea ¡Nunca!
La estatua más importante de la capital es la de Leif Ericsson, al lado de la catedral. La placa dice “al descubridor de Vinland, el pueblo de Estados Unidos”. Vinland (Tierra del Vino) es América. Y Leif, el vikingo que llegó 500 años antes de Colón desde Islandia. Los norteamericanos le regalaron otra estatua a la ciudad, una especie de punta de flecha vikinga que pusieron en la costanera. América está muy cerca, del otro lado del mar como en toda Europa, pero acá a sólo 200km que es la distancia más corta a Groenlandia. Los islandeses no se sienten europeos. Hay una cosa loquísima en este país que es que aquí emerge la gran grieta atlántica que separa la placa americana de la euroasiática. Vas por la ruta y te dicen que ahora entramos a América, que ahora estamos en Europa, y Reikiavik está en América. ‘¿Y ustedes qué son? ¿Europeos?’, le pregunté a un taxista. “No, europeos no. somos escandinavos y geográficamente hablando, americanos”.
«Vas por la ruta y te dicen que ahora entramos a América, que ahora estamos en Europa, y Reikiavik está en América. ‘¿Y ustedes qué son? ¿Europeos?’, le pregunté a un taxista. “No, europeos no. somos escandinavos y geográficamente hablando, americanos”.
Acá es verano y el sol no se pone nunca. En Reikiavik a las tres de la mañana se clava en el horizonte y queda flotando ahí como una inofensiva y poética bola naranja a la que podés mirar sin anteojos, hasta que dos horas más tarde vuelve a subir. En Akureiri, al norte, a las cuatro de la mañana hay un sol de once de la mañana en Argentina. La noche se vuelve algo conceptual. Es de noche porque las calles se vaciaron y cerraron los negocios. Tener sol siempre te permite crear tu propio tiempo.
Como total el horario pierde su fundamento natural, a las once de la noche querés ir a una plaza a leer algo y vas, y desaparece esa angustia de que pronto va a anochecer, acá como turista no llegás nunca tarde, si llegaste a las seis de la tarde a algún lado tenés todo el sol para seguir andando. La noche blanca te produce algo muy genial: estás siempre pilas. Siempre energizado. El cuerpo está confundido: como nunca oscurece, no se apaga. Dormís cinco horas por día y está todo bien. Es la prueba de que el sol es nuestro gran Red Bull del cielo.
«La noche blanca te produce algo muy genial: estás siempre pilas. Siempre energizado. El cuerpo está confundido: como nunca oscurece, no se apaga. Dormís cinco horas por día y está todo bien. Es la prueba de que el sol es nuestro gran Red Bull del cielo.»
Los islandeses juegan al verano. Hace 10 grados pero andan descalzos con musculosa. Hacen asaditos sin remera en sus jardincitos. Da un poco forzado. Aunque diez grados de ellos son treinta nuestros. Además disfrutan cada minuto del verano porque el invierno es un trance: temperaturas gélidas y dos meses – enero y febrero – de oscuridad total donde la única luz que tienen para orientarse, según me contaron en Akureiri – la capital del norte islandés – , es el reflejo fluorescente de las auroras boreales en la nieve.